sábado, 9 de diciembre de 2017

CAPITULO 9 (SEGUNDA HISTORIA)






El local es agradable y cálido. Mesas de madera con bancos a juego se extienden en dos largas filas, separadas por un estrecho pasillo.


La barra de madera oscura y adornos de metal dorados, nos da la bienvenida, ofreciendo sus altas sillas a los cansados peregrinos que deciden tomar un descanso en esa gran casa familiar.


—¿Mesa o barra? — pregunta.


—Dónde quieras —contesto —. La verdad, me es indiferente.


—Entonces, ven —dice mientras me guía al final del local.


Al ir acercándome lo siento, el calor de una gran chimenea. 


Mi mirada se queda fija en el gran hogar que crepita suavemente y nos sentamos en una mesa pequeña redondeada, adornada con un mantel blanco de cuadros marrones.


La chimenea de piedras desiguales, quema troncos enormes.


—Es preciosa — musito sin aliento —me encantan las chimeneas, me recuerdan mi infancia, en la casa del pueblo de mis padres, dónde asábamos castañas y patatas.


—A mí también me gusta, por eso vengo.


—No lo hubiese imaginado —susurro de nuevo sorprendida por la confesión de ambos.


—Suele pasar, por eso ésta zona siempre está vacía. Muy pocos saben que al final del pasillo, se esconde este hermoso rincón.


Le miro de nuevo sorprendida, el no ha entendido mi comentario, pero eso me ha desvelado que bajo la apariencia ruda, se esconde un alma que en ocasiones puede ser sensible.


Retira mi silla y me ayuda a quitarme su chaqueta.


— Gracias — sonrío tímidamente mientras se la devuelvo.


No sé porqué, pero ahora de repente, parece que he vuelto a los catorce.


—Guárdala para luego, te hará falta —dice con su voz ronca, esa que me recuerda al maldito ascensor, humedeciendo mis muslos constantemente y la deja sobre el respaldo de mi silla.


Al alejarse noto su aroma, al que me he acostumbrado gracias a su chaqueta, revivir mis sentidos.


Nunca lo confesaré, ni siquiera a mí misma, pero he podido hundir la cara en ella, enterrar mi nariz, y aspirar su aroma suave. A gel de frutas, desodorante masculino con olor a chocolate y a algo para afeitar, supongo que aftersave.


El camarero llega y lo saluda con una familiaridad que yo no poseo con casi nadie. Me hace pensar que son amigos.


Pide un Seven Up para él y yo una cola light.


El camarero se va y nos deja las cartas sobre la mesa.


—¿ Seven Up? —pregunto presa de la sorpresa.


—¿Pasa algo?


—No, no es eso, es solo que esperaba una caña, o una copa de vino.


—Lo habría pedido, si no tuviese que conducir de nuevo.


—Por supuesto, la seguridad ante todo — respondo algo avergonzada. Siento mis mejillas calientes, y espero que parezca que el rubor lo ocasiona el calor del hogar y no él.


Sus pies rozan los míos accidentalmente y siento un pellizco en mi estómago.


Me riño a mi misma, está mal, muy mal, estoy prometida, no debo dejar que ningún otro hombre me afecte así. Pero, eso me hace dudar, de si realmente mis sentimientos por Hector son lo bastantes fuertes para dar un paso más.


—¿Que te apetece? —oigo su voz ronca preguntar.


—No sé, la verdad —contesto azorada porque aún no he mirado el menú —. ¿Qué me aconsejas?


—Yo voy a pedir una hamburguesa doble, son las mejores del mundo.


—Vale, pide otra para mi.


—¿Doble?


—Si, ¿por qué? —pregunto ahora avergonzada por dejar que descubra mi apetito voraz.


—No, por nada, no pareces de las que coman hamburguesas pringosas dobles — dice con un gesto de
su mano hacia mi cuerpo delgado.


—Pues lo soy, no se que te hace pensar eso — refunfuño.


—Bueno, eres más del tipo; princesita frágil necesita caballero andante que le solucione todo y la invite a ensaladas — dice con franqueza, pero no es burla, no detecto ironía o sarcasmo en su voz.


Eso me molesta, aunque supongo que en los últimos años me he dejado llevar tanto por Hector, qué sí que me he convertido en una damisela siempre en apuros que es incapaz de resolver sus problemas por sí misma, como cambiar una maldita rueda. Nunca me he parado a pensarlo, pero ahora, al decirlo él en voz alta me molesta haber dejado que la situación se escape así de mis manos.


Mi padre insistió mucho en que fuera una mujer independiente, que nunca dependiese de ningún hombre, porque según su punto de vista, si lo hacía me vería atada a ese hombre de por vida aunque no quisiera.


—Pues lo siento, pero has errado tu observación. Es verdad, que no supe como cambiar la rueda, pero por lo demás soy una mujer totalmente capaz. Y no me alimento solo de ensaladas.


El camarero llega con nuestras bebidas y veo sus gafas gruesas manchadas de huellas de sus dedos. Su pelo es escaso, pero tiene una agradable sonrisa que distrae a la vista de fijarse en su coronilla sin pelo.


—¿Sabéis ya lo que vais a tomar Alfonso? — pregunta con voz chillona.


—Sí, dos hamburguesas dobles, por favor — dice sonriendo.


El hombre me mira sorprendido.


¿Otro? Pero bueno, ¿acaso no parezco perfectamente capaz de comer una hamburguesa?


—Con patatas fritas, muchas — añado y sonrío desafiante —. Si puede ser, con ketchup y mayonesa.


El camarero ríe y masculla algo entre dientes a mi acompañante que suena como “ ¿su apetito será
igual para todo?”.


Debo ofenderme por el comentario, pero prefiero no decir nada, Alfonso, que ahora sé que se llama así, le dedica una mirada seria, casi feroz, recordándome a un lobo.


Si me fijo lo suficiente, puedo ver sus labios levantándose para mostrar los colmillos.


El camarero se marcha a toda prisa, mientras traga tan fuerte que veo su nuez subir y bajar.


Me rio bajito. Parece que Alfonso tiene malas pulgas cuando quiere.


—¿Alfonso? —pegunto.


—Sí, es mi apellido, pero todo el mundo me llama por él.


Me mira. Sin duda, espera que le diga mi nombre, pero dudo, ¿debería?


—Paula — digo al fin.


—¿Paula?


—Sí, Paula, ¿algún problema?


—Es muy bonito — dice en voz baja.


—Gracias — digo, porque no se qué más decir.


—Pedro —continúa —. Me llamo Pedro, aunque todo el mundo me llama Alfonso.


Alzo la mirada un poco y advierto, que el ambiente se ha vuelto extraño, parece que me hubiese confesado un secreto inconfesable.


Pero el efecto dura muy poco, el camarero aparece con las hamburguesas.


¡Madre mía! Exclama una voz dentro de mi cabeza aterrorizada. Voy a tener que tragarme mis palabras. ¡No voy a poder comer todo eso! ¿Cuánta carne puede caber dentro de un panecillo? Las dos hamburguesas, están embutidas entre las dos partes del pan, rodeadas de lechuga, tomate y cebolla.


El camarero se va, sonriendo por mi expresión bobalicona. 


Miro de nuevo la bandeja, a su lado hay una cantidad descomunal de patatas fritas, crujientes y listas para llevarlas a la boca.


Dos botes de ketchup y otros dos de mayonesa se han dispuesto a nuestro lado.


—Preparada para atacar, ¿o vas a rendirte y confesar que eres mas de ensalada de lechuga?


—Ni por un momento he pensado en rendirme, Pedro —le digo maliciosamente.


Pedro me mira intensamente, como si oír su nombre en mi boca le hubiese gustado, o quizás ha sido la promesa implícita que guardaban mis palabras, pero de nuevo, la mirada dura un instante, tan breve que no logro asimilarla.





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