lunes, 4 de diciembre de 2017

CAPITULO 32 (PRIMERA HISTORIA)





Ese día no fui a trabajar, llamé a mi jefe, el verdadero, al trabajo, y le dije que no me encontraba nada bien. Un virus gastrointestinal, le dije. Carlos me creyó, sin duda mi voz sonaba patética y no dejaba lugar a dudas de que algo conmigo no estaba bien.


Lloré sin descanso, sin retener nada dentro de mí. Las primeras horas, fueron las peores, un arrebato de locura se apodero de mí, y me deshice de todas las fotos que había por la casa de mi vida con Víctor. Ni siquiera las de la boda, se libraron de la purga.


Miré las fotos, y la rabia me consumió. Estaba enfadada y herida. Enfadada con ellos, pero también conmigo misma, como podía haber sido tan tonta...creer que le bastaría tan solo con la caridad que le regalaba...nuestro matrimonio estaba destinado a fracasar de forma tan estrepitosa como lo había hecho. Ni siquiera hijos había sido capaz de darle, sin embargo, ella sí, porque ese hijo, ¿sería suyo?


El recuerdo me llevó de nuevo a Pedro, lo odiaba de una forma visceral, él me había usado, había pretendido hacerle daño a Víctor a través de mí, pero la única que había quedado herida había sido yo.


Me sentí una imbécil, las bromas de presentarlos para salir los cuatro en pareja, que todo quedaría en casa...desde luego así había sido.


Cómo podía ser tan rastrero, lo había planeado todo, de forma casual, pero él ya sabía quién era yo.


Eso me pasaba por fiarme de un cabrón como él. Ahora, mi corazón estaba hecho virutas amontonadas en espera de que el viento soplase con la suficiente fuerza para llevárselas.


Me sentía vacía, dolida, desolada. Ni siquiera cuando Francisco jugó conmigo hasta que se cansó, me sentí tan mal, utilizada, dolida, sí, pero no tan vacía como ahora.


Me había largado de la cafetería a toda prisa, y con mi marcha acelerada me había dejado olvidada mi alma, entre los brazos de Pedro.


¿Por qué tenía que doler tanto?


¿Quién me consolaría?


Miré mis manos vacías, tratando de encontrar algo que me diese fuerzas, pero no lo encontré, estaban tan vacías como yo.


Cogí el anillo de boda y lo lancé a la pared de la triste habitación.


Los odiaba, a los dos, a los tres, porque me habían invitado sin saberlo a jugar su juego, un juego en el que sólo ellos conocían las reglas, y yo me había visto envuelta en él, jugando de manera inocente sin saber todas las trampas que se ocultaban detrás


Al menos, ya no me sentía culpable por haber engañado a Víctor. Un año al menos, me había dicho Pedrollevaba acostándose con otra, un año... y a la vez casado conmigo y a la vez quedando con pivones, para unas cervezas o lo que surja... la imagen el texto aparecía en mi mente parpadeando con luces estridentes de neón, destinadas a llamar mi atención.


Qué imbécil había sido. Una pobre imbécil confiada e ingenua. Después de todo, no aprendí nada después de lo de Francisco, me habían vuelto a joder la vida, y ésta vez para siempre.


Y lo que más me dolía, era la mentira de Pedro, me había enamorado perdidamente de él. Y ahora, estaba sola, desolada, arrasada por su mentira que me lastimaba el alma que había perdido, pero que aún seguía doliéndome.


Como si de un miembro fantasma se tratara.


Sentada en la cama, lloré, grite, pensé, recordé... y todo me llevaba a la misma conclusión, no habría nadie más en mi vida, nunca más.


Me tenía a mí misma, y debería de ser suficiente. Tal vez, en algunas noches, cuando me sintiera sola, me dejase envolver por la magia de su recuerdo, dejando que la sombra de sus caricias me acompañaran para entibiar mis noches frías y solitarias, cuando la tristeza me embargará desesperada por su ausencia.



CAPITULO 31 (PRIMERA HISTORIA)





Los días pasaron más tranquilos. No volví a saber nada de Víctor . Había llamado a su hermana, para comprobar su coartada, pero allí, no se quedaba.


Comenzó a rondarme por la cabeza, que tal vez, hubiese alquilado algo para no tener que dar explicaciones.


Podía entenderlo, porque a mí no me apetecería lamer mis heridas delante de nadie.


Las cosas con Pedro iban bien, cada encuentro era nuevo, refrescante y abrumador. Había perdido la cuenta de los lugares en los que habíamos practicado sexo.


Estaba nerviosa. Prácticamente había comenzado una relación con él. Era extraño, pero no podía evitar sentirme feliz, las mariposas danzaban una rumba en mi estómago. Así de movido lo sentía


Había pasado una semana desde la última vez que vi a Víctor, y hacía ya más de un mes, desde que conocí a Pedro, sin embargo, la marcha de Víctor me parecía que estaba a años luz, y la relación con Pedro parecía venir de más atrás.


Es extraño como la mente gestiona el tiempo en función de la intensidad con la que se vive.


Me duché y arreglé para ir al trabajo. Elegí un vestido color vainilla, que me favorecía.


Recogí mi pelo. Deseaba tener la cara despejada. Y me puse unas altas botas marrones y una chaqueta de cuero marrón también.


Coloqué un poco de perfume, y me miré al espejo. Para ser tan temprano y no haber dormido mucho, no estaba mal. 


¡¡Qué era esa mueca extraña en mi cara!!¡¡¿¿Una sonrisa??!!¡Sonreía sin darme cuenta!! Esto era demasiado.


Inaudito.


Bajé al garaje y cogí el coche. Arranqué y puse la calefacción a tope, estaba fría la mañana. Conduje tranquila, sin apenas tráfico y llegué al Cuartel dónde mi Capitán Alfonso me esperaba perfectamente engalanado con su uniforme.


¿Por qué los hombres con uniforme, serán tan sexys?


Subió a mi coche y comenzó a indicarme por dónde ir.


Parecía nervioso. No sabía por qué. Quizás después de todo, tener una relación conmigo, comenzaba a pesarle.


– ¿Estás molesto conmigo? – pregunté tímida.


– No, en absoluto.


– ¿Entonces? – respiré aliviada.


– Nada, estoy nervioso – susurró mientras sus dedos se enredaban en mi cuello.


– ¿Por qué? Sólo soy yo.


– Porque eres tú, y porque ahora parece que sí tengo posibilidades.


– No me hagas reír ¿Don Seguro de sí mismo ahora está nervioso?


– Gira aquí, aparca ahí mismo – me indicó.


Bajamos y entramos a una pequeña cafetería. Era encantadora.


Nos sentamos en una mesa alejada de la puerta, y oculta de miradas indiscretas. Pedro no cesaba de mirar hacia la puerta, y por un momento pensé, que esperaba al camarero.


Pero cuando éste se marchó después de tomar nota del pedido, el seguía mirando nervioso hacia la puerta.


– ¿Te ocurre algo? Pareces nervioso, distraído


– No, no es nada.


– Si temías que nos vieran aquí, podríamos haber ido a otro lado a tomar café.


Me miró un instante en el que me pareció ver algo de duda y arrepentimiento en sus hermosos ojos de diferente color.


Pero en seguida se marchó, dando paso de nuevo al conocido y engreído Señor Míster Seguro.


– Estás muy guapa hoy.


– Gracias.


– Lo digo en serio, pareces, diferente. Quiero verte mejor. 
¡Ah! Ya sé lo que es.


– ¿Qué es? – pregunté divertida.


– Es algo en tu cara.


– ¿El qué? – pregunté mientras con los dedos me repasaba nerviosa el rostro, por si había lápiz de labios mal colocado y sombra de ojos donde no debiera.


– Una sonrisa de niña pequeña.


– ¿Sonrió? No me había dado cuenta – contesté haciéndome la indiferente.


– Yo sí, me doy cuenta de ti en todo momento.


– Ahora, estoy sonrojada.


– Y yo estoy loco por ti. Me vuelve loco que te sonrojes por mí. Sólo por mí.


– Como tú, no hay dos, así que eres el único que causa ese efecto sobre mí.


– Todo ha pasado tan rápido...


– Sí, es verdad, pero bueno, ante todo, somos amigos, ¿no?


– No sólo amigos, yo siento...


Mis sentidos estaban en alerta, esperaba qué él me dijese que me amaba, eso sería algo maravilloso. Pero en su rostro aparecía una sombra oscura que era incapaz de clasificar.


– ¿Qué sientes Pedro? – le animé.


– Algo más profundo por ti. Mucho más profundo de lo que puedas imaginar. Quiero enseñarte y decirte algo, pero no sé cómo empezar.


– Me estás asustando, acabo de decidir que voy a confiar en ti, y me da la sensación de que no debería de haberlo hecho.


– Primero quiero que sepas, que siempre, he sido sincero con respecto a mis sentimientos por ti.


– ¿De qué me hablas? No lo entiendo.


– Verás, todo empezó como una manera de resarcirme..... Demasiado tarde, ya están aquí.


– ¿Están aquí? ¿Quiénes?


Cuando vuelvo la mirada hacia la puerta, no puedo creer lo que veo. 


No, me niego a mí misma, no es real.


La pareja parece muy enamorada. El chico lleva el brazo sobre el hombro de ella, una bonita y pequeña mujer morena, de espesa cabellera. Ella le rodea la cintura. Caminan intercambiando miradas y confidencias. Ella, no
deja de acariciarse el vientre, algo inflamado, señal inequívoca de que espera un hijo.


A él lo conozco muy bien, o eso creía, él, mi marido. Tan abatido y arrepentido hacía unos días y ahora, ¿esto?


– ¿Desde cuándo lo sabes? – pregunté enfadada.


– Desde hace algunos meses.


– ¿Cuánto llevan juntos?


– Sospecho que más de un año.


– ¿Por qué me enseñas a la amante de mi marido? ¿Por qué sabes qué mi marido tiene una amante? Y, ¿Cómo sabías que ellos estarían aquí?


– Porque ella es Sara, mi mujer.


No puedo creer lo que oigo. Todo da vueltas a mi alrededor, tan sólo deseo gritar, y darles golpes a ambos.


Pero no puedo. El me sostiene la mano y me aprieta con fuerza la rodilla.


– Si sólo querías contarme lo que sucedía, por qué todo este juego.


– Deseo que me dejes explicártelo todo, cuando se vayan.


– ¿Cuándo se vayan? ¿A dónde? ¿A su nidito de amor? ¿O tal vez usan tu casa? ¿O la mía?


– Baja la voz Paula.


– ¿Por qué? ¿Crees que me importa? Ahora mismo sólo deseo llorar y gritar. Y…


– Mírame. Mírame a mí – suplicaba mientras me cogía por los hombros con fuerza.


– ¿A ti? ¿A la persona que me ha mentido? ¿Querías desayunar conmigo? Una mierda ¿Te sentías atraído hacia mí? Una mierda. ¿En qué más me has engañado? Eres un bastardo como los demás, has esperado a que me enamore de ti, que abra mi corazón hacia ti, que exponga mis cicatrices abiertas de par en par a una persona que jura ser sincera, ser claro y directo y nunca mentirme y sin embargo, eres el mayor mentiroso de todos. Te has aprovechado de mí, de mi situación. Tú sabías que tarde o temprano iba a descubrirlo, ¿no? ¿Es venganza? ¿Tantas veces que bromeé acerca del asunto, y tú lo sabías? ¿Tan sólo querías tirarte a la mujer del amante de tu esposa? Pues bien, ya lo has conseguido. Ahora olvídame.


Me levanté de la silla, con las lágrimas inundándome los ojos. Estaba desolada y destrozada. Por ambos. Los dos me habían fallado a la vez, el mismo día, a la misma hora y en el mismo sitio.


Me dirigí directamente a la pareja.


Víctor me miraba sorprendido, sin poder ocultarse en ningún lado aunque por su mirada supe que deseaba en ese momento que la tierra se lo tragase.


No grité. No le golpeé. Tan sólo hablé, con las mejillas empapadas por el llanto.


– Tus cosas estarán fuera de mi casa ésta noche. Las dejaré en la puerta. No quiero volver a verte ni saber más de ti. Nunca. Mi abogado te llamará.


El trató de protestar, de decir algo en su defensa. Pero la mirada fría y expectante de ella, lo detuvo.


– Que seáis felices – dije para acabar, y la puerta se cerró tras de mí.


Subí al coche y allí en la intimidad de mi improvisado cobijo, comencé a llorar. Lloré todo el trayecto hasta el aeropuerto. 


Al menos tenía mi trabajo, mi trabajo... ¡Joder!... Ahora, trabajaba para él.


¿Cómo iba a soportarlo?


Tendría que ver su cara todos los días durante los próximos meses. Haría de tripas corazón, despertaría a la puta fría y distante que llevaba dentro de mí y me ceñiría solamente a mi trabajo.




CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)






Llegué tarde al trabajo gracias a la visita inesperada de mi marido. En cuanto crucé la puerta del cuartelillo, los chicos, de los que todavía no me había aprendido el nombre, me dijeron que el Capitán me espera. Que parecía muy enfadado y molesto.


Llamé a la frágil puerta que separaba su despacho del resto de la sala. En efecto, Pedro parecía enfadado, serio, incluso, furioso.


– Buenos días – dije en voz baja.


– Llegas tarde.


– Lo sé, lo siento. He sufrido un pequeño percance esta mañana.


Al oírme decir percance, se levantó ágilmente de la silla y antes de darme cuenta sus brazos me rodeaban protegiéndome.


– ¿Estás bien? ¿Qué ha sucedido?


– Nada.


– Cuéntamelo.


– Víctor ha aparecido esta mañana por casa.


– Entiendo...


– No, no entiendes, todo esto es una locura que me ha desbordado por completo, estoy confusa, herida, enfadada y feliz, todo al mismo tiempo y no sé cómo gestionarlo.


– ¿Pero qué te ha sucedido?


– Todo es por culpa. Mi marido ha ido a tocarme, y lo he rechazado. Me ha dado asco sentir que otro hombre me pusiera las manos encima, a pesar de que ese hombre es mi marido.


Él sonrió con suficiencia, feliz por lo que escuchaba. Eso me enfadó aún más. Yo estaba destrozada, con el corazón supurando sentimientos encontrados, liada en una entramada tela de araña de la que no era capaz de soltarme... y él se sentía bien por ello...


– No sonrías. No es divertido. Estoy confusa, enfadada, frustrada. Yo, no sé lo que siento. Tanto y nada... yo siento que te quiero a ti, no a él, pero no puedo dejarle así No es justo. Él no se merece que le traicione, y lo hago constantemente, y aún así, soy incapaz de sentirme culpable – las lágrimas me desbordaban.


– Tú... ¿me quieres a mí? – pregunto sorprendido.


Y yo también lo estaba, lo había confesado, de una forma natural, ni siquiera le había dado importancia, y ahora, ahí estaban las palabras que se habían escapado de la prisión donde las encerraba, mi corazón.


Me había delatado a mí misma, como el torpe delincuente que vuelve a la escena de su crimen, a pesar de saber que probablemente puedan descubrirlo.


– Paula – susurró – Paula...


– No, no te acerques Pedro. Yo, necesito espacio, necesito saber qué hacer con mi vida. Debo poner en orden muchas cosas, y sobre todo, tengo que decidir qué hacer contigo y con él.


Me giré sobre mí misma, dispuesta a salir de su despacho, que cada vez se hacía más pequeño, atrapándome.


Él, con su característica felinidad, me agarró fuertemente por la cintura. Traté de zafarme, de deshacerme de su contacto mágico, pero era tarde, sus labios besaban mi cuello, su mano abrazaba mi cintura ajustándome a su cuerpo.


Recordándome, la afinidad que existían entre nosotros. Su mano se enredó en mi larga cola, y tiró de mi cabeza hacia atrás, dejando aún más expuesto mi cuello.


Sentí como la frustración le ganaba, le estorbaba todo lo que había entre nosotros, incluso la piel, los huesos y la carne. Él quería devorar lo más profundo de mi ser, mi alma, y no se había percatado, de que se la había entregado a la orilla del mar.


Sus jadeos y mis gemidos llenaron la pequeña habitación. 


Era incapaz de resistirme a él, a sus caricias ardientes, a
sus besos que hacían que mi cuerpo temblase de arriba a abajo, era incapaz de alejarme de él.


Pero, también, me costaba imaginarme poniendo fin a mi relación con mi marido. Tal vez, ahora, estando a su lado, me sentía con las fuerzas necesarias, pero después, cuando estuviese a solas con Víctor, mirándole a sus ojos oscuros aniñados, sería incapaz de hacerle algo así. Algo que le ocasionase tanto dolor. Al fin y al cabo, yo estaba convencida de que Víctor me engaña, pero él lo negaba y además, no tenía ninguna prueba a la que aferrarme.


Pedro me puso frente a él. Me beso. Un beso largo, apasionado. Su lengua jugaba con la mía, haciéndole promesas mudas del placer que le haría sentir.


Otro beso. Otro más. Jadeos. Dos cuerpos encendidos por una llama inagotable de deseo.


Me sentía tan bien entre sus brazos, tan libre, tan dichosa.


Me aferré con mis manos a su cuello, lo atraje hacia mí, dejándome llevar. Tal vez, esa iba a ser la última vez que lo tuviese.


Le besé con desesperación, y mi hambre le excitó aún más. 


Antes de darme cuenta, me llevaba hacia la mesa de su despacho. Sonreí al ver los papeles volar libres por la habitación, cayendo despacio, tratando de imitar copos nieve. Le mesa la sentía dura en mi espalda, pero no me importaba, con él siempre era así. El poseía el extraño don de transformar el dolor en el placer más puro que nunca había conocido.


Me quitó el pantalón con brusquedad.


Me tenía sobre la mesa, el pantalón bajado hasta mis rodillas, y me miraba con esa sonrisa burlona que tanto me gustaba ver.


La expectación hacia que tuviese la boca seca, el corazón disparado y unas ansias de él, que no se calmarían con un sólo encuentro. Pero debía ponerle fin, antes de acabar más herida.


Él jugó con mis bragas. Me acarició con ellas puestas. 


Sentía sus dedos subir y bajar por mi sexo inflamado por el
deseo y palpitando por su anhelo.


Cada caricia arrancaba de mi boca un gemido, un jadeo de pasión, un lamento por lo que quería destruir. Lo nuestro. Pero debía hacerlo, si no, acabaría consumida en este fuego, siendo una triste sombra de lo que era.


Sus manos no dejaban de regalarme caricias por mi cuerpo, los muslos, las caderas, mi abdomen contraído por el deseo, mis pechos a punto de explotar por la pasión, pidiendo que alguien los liberara del sostén que se había quedado pequeño, tan pequeño...


Abrí la boca para pedirle más, pero no necesitó escuchar la súplica en voz alta, él sabía que mi cuerpo lo llamaba, lo necesitaba. ¿Cómo iba a poder vivir sin esto?


No sería capaz, las lágrimas volvieron a traicionarme y se escaparon de mis ojos, cerrados al no ser capaces de contener tanta pasión.


El me penetró. Sentí como su miembro, largo y endurecido se introducía en mi cuerpo. Cada centímetro de mi piel, agradecía la intrusión. Lo necesitaba tanto... que me dolía el alma al pensar en acabar con la relación No dejaba de preguntarme, cómo iba a darle fin, cuando era lo más auténtico que había sentido nunca.


Sus embestidas no eran dulces, ni amables o cuidadosas. 


Eran salvajes, duras, rápidas, como lo era él. Era placer en estado puro. Y me lo regalaba.


Yo sentí que iba a enloquecer. Notaba como de mi boca se escapaba un chorrito de saliva. Mis manos se aferraron al filo de la mesa, para tratar de contener la pasión que amenazaba con desbordarme.


Abrí los ojos, y me encontré con su mirada oscura. Las tinieblas de la pasión lo tenían atrapado. Me gustaba verle
así, por mí. No renunciaría a él, tendría que decidir cómo iba a ser mi vida, pero no podía dejarle marchar sin más, no en estos momentos, lo necesitaba tanto...


– Fóllame – dije sin pensarlo.


El me miró y sonrió.


– Me encanta que me lo pidas, muñeca.


– Y a mí pedírtelo.


– Me gusta que seas mía


– Sólo tuya – dije entre jadeos ahogados.


Así, unidos por nuestros cuerpos, con sus embestidas fuertes acelerándose, me llevó hasta el abismo, en el que me dejé caer gustosa, sin pensar en las consecuencias.


Estaba sobre la mesa, no habría podido levantarme aunque hubiese un incendio. Estaba agotada. Feliz, y agotada.


Pedro me limpió con cuidado y me subió el pantalón.


– Ya está, lista para trabajar. No se nota nada, lo que has hecho.


– Sí, sí se me nota. Mírame la cara.


El me miró divertido.


– Tienes razón, se te nota, mucho – dijo mientras su mirada se volvía intensa – No me dejes, por favor – susurró serio.


– ¿Cómo lo sabes?


– Pensabas hacerlo, ¿verdad?


– Sí, pero, ¿cómo lo has adivinado?


– Por tu forma de entregarte a mí.


Era cierto, él me conocía demasiado bien.


– No puedo seguir con esto – me defendí.


– Sí, sí que puedes.


– No Pedro. Él no se merece que lo engañe.


– No sabes de lo que él es capaz.


– ¿Y tú sí?


Se quedó en silencio. Muy callado. Agachó la mirada, cómo para ocultarme alguna triste verdad que yo no deseaba ni necesitaba oír


– Nunca se sabe, de lo que son capaces las personas.


– Esta mañana, cuando él ha estado en casa, quería volver.


Me miró perplejo.


– Quiere que le perdone – seguí al verle azorado.


– ¿Quiere volver contigo? ¿A tu casa? – bramó furioso.


– Sí, eso parece.


– ¿Qué le has dicho Paula? – preguntó ahora impaciente, enfadado. Su mirada, ahora, estaba oscurecida por un sentimiento muy diferente, pensé, que ésa era la mirada que dedicaba a los detenidos. Me asusté. Era fría, distante, diferente.


– Que no me toque y se vaya. Gracias a ti.


Él sonrió de nuevo, pero sus ojos seguían despidiendo furia.


– No quiero obligarte a nada Paula, pero me gustaría que no me dejaras. No sé, que haría si lo hicieras.


– Es todo tan complicado.


– No lo compliques, hazlo simple. Estás conmigo. Punto y final.


– Pero estoy casada y tú también


– Ya sabes, que yo seré libre en cuanto tú quieras.


– Es una situación injusta, sobre todo para mí.


– Sólo quiero que tengas claro, que no todo el mundo es lo que parece.


– Supongo que no... – musité sin saber por qué su actitud.


– Has dicho que me quieres.


– Ha sido el momento – traté de excusarme.


– Pues me quedaré con ese momento para siempre.


Sonreí. Siempre decías cosas así, inesperadamente tiernas.


– Paula, ¿estamos juntos?


– Si, Pedro – claudiqué –. Estamos juntos.