viernes, 8 de diciembre de 2017

CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)





Me detengo en el primer puesto que encuentro en el aeropuerto, hago la larga fila y espero mi turno, para cuando al fin llega mi hora descubro que no les queda tila ¿entonces? Necesito beber algo...algo sin cafeína, o sin teína. Bastante excitada estoy ya, como para tomar algo que contribuya a elevar la excitación.


—Un café con leche, descafeinado, para llevar por favor —pido a la camarera.


Ella me da la espalda para servirme el café y mientras observo la vitrina hasta arriba de dulces. No sé qué tomar, todo parece muy rico y he comido temprano para recoger a Hector. Debo tomar algo, pero me siento incapaz. Noto el estómago del revés.


—Dos euros, por favor —pide la camarera mientras me tiende el café.


Pago y me marcho en busca del puesto de mi amiga Liliana. Al llegar, la encuentro saliendo para tomar un descanso.


—¿Paula? — dice sorprendida al verme.


—Hola Liliana — saludo con la voz extraña, una mezcla entre la tensión que siento y el alivio al verla.


—¡Qué sorpresa más agradable! — grita mientras se acerca y me abraza.


—Estoy esperando a Hector, su vuelo llegará dentro de dos horas, va con retraso —comento mientras caminamos hacia la cafetería de nuevo.


—Si, hoy es un día raro, todos los vuelos están teniendo problemas y llegan con retraso, es por el viento .


Viento, como el que ha levantado mi falda delante de él... , pienso.


—Te veo bien —digo —muy bien —recalco.


—Es el efecto Rodrigo —contesta con una sonrisa pícara.


—Sí, supongo que tener a alguien como el Capitán Blanco en tu vida, hace que tengas una sonrisa permanente —digo en tono lastimoso, pensando en él, en algo que esta fuera de mi alcance.


—¿Las cosas no van bien con Hector? —inquiere Liliana.


—Si, bueno eso espero. Creo que ésta sí va a ser la definitiva —contesto sin estar convencida de ello.


—¿Es lo que deseas?


—Supongo... —respondo.


—Paula, sabes que te aprecio mucho, sólo diré que pienses bien en tu futuro, fíjate en mí.


—Pero ahora eres feliz.


—Sí, ahora sí. Pareces distraída, ¿seguro que estás bien? — pregunta, ella me conoce y sabe que aunque no lo diga algo anda mal.


—Si todo bien, no me sucede nada —miento.


—Tu mirada me recuerda a …. — se interrumpe al ver la mirada afilada que le dedico.


—Prefiero no hablar de ese tema — digo seria y cortante.


—Esta bien, como quieras. Bueno te tengo que dejar, luego nos vemos — se despide con un beso.


—Hasta luego Liliana — musito mientras le devuelvo el beso.


Pasan lentamente las dos horas, el vuelo llega por fin y espero ansiosa por Hector, espero y espero para ver a Hector bajar del avión, pero ese momento no sucede.


Pregunto a los guardias de seguridad que me aseveran que todos los pasajeros han salido y que no hay ninguna maleta, dando vueltas como en un tiovivo, esperando que alguien la rescate.


Mis rodillas tiemblan de nuevo, ¿dónde se puede haber metido?


Salgo a toda prisa hacia las pantallas y veo, que otro avión que llega de Venezuela también sufre un retraso de una hora.


“Quizás, Hector va en ese vuelo y yo he confundido la hora”, pienso porque necesito aferrarme a algo sólido y no permitir que mi mente imagine miles de situaciones desastrosas.


Miro mi móvil, nada. Ningún mensaje. Trato de llamarlo, pero la voz rancia y gastada de la grabación me informa de que el móvil al que llamo, estaba apagado o fuera de cobertura.


Genial, otra larga e interminable hora más.


Me derrumbo abatida sobre uno de los asientos y parpadeo fuerte, para evitar que mis lágrimas se derramen.


¡Menudo día llevo!


Tomo un sándwich vegetal en el mismo sitio donde hace unas horas, pedí el café. Después deambulo por las tiendas, pero no me siento de humor para comprar nada.


Gasto la hora que ha pasado muy lentamente y me acerco de nuevo a las pantallas y compruebo que el vuelo procedente de Venezuela, acaba de aterrizar.


Vuelvo a esperar, ahora más animada, segura de que tiene que ser este vuelo, no hay ningún otro vuelo procedente de Venezuela para hoy.


Pero a mi pesar, obtengo el mismo triste resultado. Hector no se encuentra entre los pasajeros que abandonan el aeropuerto, vuelvo a preguntar al guardia de seguridad y de nuevo, me informa de que todos los pasajeros han abandonado la zona de recogida de maletas. No queda nadie más.


¿Dónde demonios está? ¿Le habrá sucedido algo?


Un pánico me atenaza y respirar se vuelve algo imposible. 


Vuelvo a revisar mi teléfono y nada.


Marco de nuevo su número, por si la suerte me regalaba una sonrisa hoy para variar y esta vez, para mi alivio, el teléfono me deleita con una leve señal.


—¿Hector? —pregunto al no recibir respuesta.


—¿Sí? ¿Quién es? No oigo nada... Paula, ¿eres tú? — escucho con alivio la voz de Hector.


—Sí, sí. Hector soy yo, ¿dónde estás? Llevo todo el día en el aeropuerto, esperándote.


—Lo siento no te oigo. Estoy bien. Mañana llamo. Espero que me oigas.


Y después nada más que el pitido de la desolación, de la soledad. Me ha colgado, sin explicaciones, sin un “lo siento no he podido coger el vuelo...”


Solo eso, no le importa que este aquí esperando, no se molesta en excusarse ni en llamarme para decirme, sea cual sea el inconveniente, qué le ha impedido coger el maldito avión y estar de regreso a su hogar.


Indignada y tragándome las lágrimas otra vez, me dirijo a la oficina de Liliana, necesito un hombro en el que llorar, un oído dispuesto a escuchar las penas ajena y unos brazos que me regalen protección y cariño, pero no está. Uno de sus compañeros, del que no recuerdo el nombre en estos momentos, me informa de que hace media hora que acabó su turno y se marchó a casa.


¡Genial! Sin coche, sin novio, sin anillo, sola y triste. Hoy tengo el día completo.


Camino hacia la salida y espero a que llegue algún taxi. No hay ninguno, después del maremoto de pasajeros deseosos de llegar a su casa, en los que obviamente no incluyo a Hector, la parada de taxis está desierta.







CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)





Arranca el vehículo y se pone en marcha, conduce de una forma suave, casi como si el aire nos meciera al igual que a un Diente de León.


Voy disfrutando del paisaje y alegre por ser capaz de ir en la moto sin la necesidad de utilizar su cintura como agarre cuando de repente, una vez en la autovía, acelera con tanta fuerza que la moto se alza sobre la rueda trasera y en un acto reflejo para evitar la caída tengo que agarrarme fuerte a él.


Muy fuerte.


Grito y escucho como él se divierte a mi costa, las sacudidas de su espalda lo delatan. Una vez que la moto se ha estabilizado, sigue con su carrera vertiginosa, tumbándose en las curvas tanto que temo ver mi cara desollada por el asfalto.


Unos eternos minutos después, estamos entrando en el aparcamiento del aeropuerto.


Todo ha terminado, ahora daré las gracias y adiós muy buenas.


Pienso que ha acabado lo peor, pero que equivocada estoy, en absoluto. Antes de aparcar, de nuevo tiene que hacer una exhibición de motocross y levanta de nuevo la rueda delantera para después de caer bruscamente acelerar y dar un frenazo tremendo que obliga a mis brazos a agarrarse a su cintura con uñas y dientes, tentando a mis manos que no se resisten a acariciar su musculoso pecho. Tan fuerte es la sacudida, que mis pechos se han aplastado contra su dura y fuerte espalda y puedo sentir cómo mis pezones se han endurecido, excitados.


No sé cuanto tiempo voy a seguir así abrazada a él, con la cara enterrada entre su suave y fresca camiseta azul marino de algodón.


Estoy aterrada. Asustada.


—Me soltará alguna vez, señorita, o ha pensado quedarse soldada a mí para siempre.


Pude notar su voz socarrona, burlándose.


Me separo de él de inmediato y me bajo tan deprisa que me quemo con el dichoso tubo de escape, pero no grito, ni hago ningún movimiento que delate mi dolor.


Me quito el casco sin saber cómo y se lo lanzo con fuerza.


—¿No le ha gustado el paseo, señorita? — pregunta burlón.


De nuevo mi temperamento gana a mi entereza y mi mano vuela libre para aterrizar en su cara antes incluso de darme cuenta de lo que pasa.


—Te lo advertí piernas largas — dice serio mientras me agarra con fuerza y me acerca a su lado.


Y me besa sin más.


Tan estrechamente me mantiene a su lado que noto su corazón latiendo junto al mio. Su boca se apodera de mis labios, que se resignan a separarse para obstaculizar la entrada a mi interior. Me obligo a no facilitarle la tarea, no deseo arriesgarme a que crea que deseo ese beso. Aunque lo desee.


Sus manos sueltan mi cintura y aliviada creo que me va a soltar, sin embargo se pierden en mis nalgas, las apresa con fuerza, reteniendome de nuevo.


Una protesta escapa de mi boca imparable y el aprovecha la ocasión para invadirme y coger lo que no deseo darle.


Su lengua entra en mi boca, saboreándome, sus manos me sostienen aferrada a su escultural cuerpo, dejando que todos sus músculos se tensen contra mí. Noto el calor que nace en mi vientre, el deseo.


Y me odio, por desearle. Por tratar con todas mis fuerzas de no disfrutar de ese beso que me roba sin conseguirlo. Pero es que nunca, nunca, me han besado así. Bueno sí, una vez y fue él también. En aquel maldito ascensor del que él no guarda recuerdos, pero yo sí.


En algún momento, mi mente se olvida de obligarme a no disfrutar y se une a su beso devolviéndoselo con la misma pasión con la que me besa, mi lengua se enreda con la suya y mis manos recorren su espalda.


El gime contra mi boca por la sorpresa. Y me alejó de él.


Apoya su frente contra la mía mientras respira pesadamente.


—Vaya — susurra.


—Aléjate de mí, imbécil —digo sin más.


Me doy la vuelta y le dejo allí. Me alejo a toda prisa, no deseo desfallecer delante de él.


Pero va a suceder de un momento a otro, siento mis rodillas temblorosas, mi cuerpo agitado, mi corazón perdido. Entro a toda prisa por las puertas que anuncian las llegadas y en la primera fila de asientos que diviso, me desplomo.


Me siento mal, confusa, mareada, casi al borde de sufrir un desmayo.


Todas las imágenes de nosotros, encerrados en el ascensor, su cuerpo sudoroso contra el mio, su boca en la mía, nuestras manos unidas.... un torrente de emociones que me había obligado a olvidar, ahora despiertan de su letargo más vivas que nunca. Y la pena que me inunda, al saber que para él he sido una más, que no me recuerda, me golpea con fuerza, aún así, de nuevo aparece entre nosotros esa estúpida atracción que no quiere desaparecer.


Trato de acompasar mi respiración y concentrarme solo en lo que importa. En que Hector por fin, después de dos largas semanas de trabajo en Venezuela, llega en unos momentos.


Me atrevo a mirar el luminoso donde anuncian los vuelos, las llegadas y las horas previstas de los aterrizajes y descubro a mi pesar, que el avión de Hector va con atraso. ¡Dos horas! Nada más y nada menos, de haberlo sabido hubiese esperado a la grúa.


Me habría salvado de todo lo demás.


Bueno no puedo hacer otra cosa, solo esperar. Esperar y esperar.


Definitivamente, no puedo quedarme aquí sentada sin hacer nada, no soy capaz de alejar de mi mente el beso y cada vez que lo recuerdo, mi respiración vuelve a agitarse y noto muy a mi pesar, que un rubor intenso baña mi rostro.


Iré a por un café, o mejor una tila y de paso, como tengo algo de tiempo me pasaré a hacerle una pequeña visita a mi amiga Liliana.



CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)





Puedo verle ahora con más claridad, su pelo es castaño oscuro y lo lleva algo alborotado a acusa del casco que trata de colocar en su sitio, algo vano, pues tiene un remolino justo en esa zona que inevitablemente despeina su pelo, su nariz algo torcida pero atractiva, me trae recuerdos difusos de un hecho que pretendí olvidar enterrándolo en mi mente.


Una ola de confusión, miedo y excitación se apoderan de mi mente al reconocerle. ¿Me reconocerá?


Yo a él sí, sin duda. Lo he tratado de olvidar, pero su imagen se grabó con un hierro candente en mi mente, en mi cuerpo y en mi alma y ahora después de tanto tiempo...


Se acerca a mí, que soy incapaz de abrir la boca y saca la rueda de repuesto sin ningún esfuerzo.


Pues sí que soy una enclenque, pienso con tristeza.


—¿Ha pinchado señorita? — pregunta ahora más educado y mientras lo hace, me dedica una sonrisa encantadora.


—Es evidente — digo secamente.


Debería ser amable lo sé, pero me siento herida, ¿no me reconoce? Claro para el solo debí ser un polvo rápido e inesperado en un ascensor. Debería no darle importancia, hacer como él, porque ahora no estoy sola y además mi radar de tíos buenos que destrozan corazones con una sola mirada, se ha activado de nuevo. Parpadea en mi mente en rojo, avisándome de la tragedia que se puede gestar si no me mantengo alejada de él o si hago algún comentario alusivo a lo sucedido.


—Pues siento decirle, señorita, que no vamos a poder cambiar la rueda pinchada por la de repuesto.


—Y eso, ¿ por qué? — pregunto curiosa.


—Está también pinchada.


—¿Cómo es posible? —exclamo al borde de la histeria al añadir un poco de mala suerte más a mi ya repleto hasta los bordes saco.


— Pues no lo sé, seguramente habrán circulado con la de repuesto más de lo conveniente y no aguantó el trayecto, después la guardaron y olvidaron comprobar que estaba bien.


Le miro con los ojos entrecerrados, como las rendijas de una persianas que no se han cerrado del todo.


Lo evalúo. ¿Será verdad? ¿Estará mintiendo?


Da la impresión que ha notado mi desconfianza, así que cambia la rueda pinchada por la de repuesto.


En cuanto acaba baja el coche de nuevo a su sitio, sobre el asfalto y guarda el gato.


Observo con euforia, que la rueda está bien pero a los pocos segundos, veo, como poco a poco, se desinfla y quedaba igual que la otra, sin aire, desinflada como un globo pinchado.


—Vaya faena — atiendo a decir.


De repente, comienzo a llorar, no sé que hacer, ¿qué se hace? Pues llamar a una grúa, ¿no? Vale pero, ¿a qué grúa?¿Cómo puede una dejar todo en manos de otra persona y volverse tan …?


—No llore señorita, llamaremos a una grúa y la llevaran a donde tenga que ir — su voz suena compungida.


—No, no es eso, es solo... — un coche pasa a una velocidad de infarto, mi rostro se gira de forma automática hacia él, protestando en mi interior por la falta de respeto hacia las normas de circulación y por interrumpir mi comentario, entonces la ráfaga de aire llega, abrumadora. Imparable.


Siento como mi falda se eleva hasta mi rostro, que se pone rojo escarlata de inmediato. Mis manos tratan de bajar la prenda ante la atenta mirada de mi rescatador, que no da crédito a lo que ve.


“Debería haber cerrado los ojos”, pienso. ¡Debería haber cerrado los malditos ojos! Grita una yo enfadada en mi mente.


Le miro. Me mira con un leve rubor en las mejillas y una sonrisa de satisfacción que raya en lo indecente.


No puedo contenerme más este día.


Todo el miedo, la impotencia y la rabia que siento por haber sido una más para él, la utilizo para darle una tremenda bofetada en su atractiva mejilla.


Él me mira con sorpresa mientras se frota la mejilla lastimada.


Me cruzo de brazos, indignada, enfadada y odiándolo porque me ha mirado, ¿o porque no me ha reconocido?


—No deberías haberme golpeado, piernas largas.


—Y usted, debería haber cerrado los malditos ojos. Eso es lo que haría cualquier hombre decente.


—Lo he intentado —dice sonriendo — pero tiene unas piernas... Además, no soy un hombre decente.


Levanto la mano, dispuesta a darle otra bofetada y borrarle la sonrisa socarrona de su cara, pero ahora prevenido, ágilmente me agarra la muñeca y me atrae hacia él.


— Si vuelves a intentarlo, te besaré, piernas largas — susurra cerca de mi boca.


Después me deja y me siento asustada, sorprendida y más furiosa aún. ¿Furiosa? ¿Por qué? Porque no me ha besado. Es absurdo, toda la situación lo es.


De nuevo comienzo a llorar.


—Señorita... —espera que le diga mi nombre, cosa que no voy a hacer.


—Señorita estoy prometida con un hombre maravilloso — suelto mientras enfurruñada me cruzo de brazos.


—Está bien, Señorita que está Prometida con un Hombre Maravilloso, ¿dónde guarda los papeles del seguro?


—Supongo que estarán en la guantera, ¿no?


Él sube al coche y abre la guantera, después de rebuscar en una pequeña carpeta azul, hace algunas llamadas.


Cuando sale del vehículo estoy más tranquila.


—Todo arreglado. En una hora, más o menos, la rescataran —me informa.


—¿Una hora? — gimo —. No puedo esperar tanto voy a llegar tarde... — lloriqueo otra vez.


—¿A dónde va? — pregunta bufando.


—Al aeropuerto aunque no es asunto suyo — contesto herida por su tono.


—No, no lo es, pero si lo desea puedo acercarla, yo también voy hacia allí — dice ahora conciliador.


—No gracias, prefiero esperar.


—Como desee señorita — contesta mientras se pone el casco.


—Bueno, espere — digo sin pensar —¿Me acercaría por favor? — suplico en voz baja, no debería haberlo pedido, pero algo en mí interior me ha obligado a alargar el encuentro.


—Si, claro. Tenga un casco. —Me tiende uno del mismo color rojo que el suyo, que saca del maletero de la moto.


Me doy cuenta de que es más pequeño que el que lleva en sus manos, así que deduzco, que es de una mujer. ¿Su mujer? ¿Su novia? ¿Su pareja?


Trato de ponerme el casco sin hacer ningún comentario, en cuanto esté en el aeropuerto, no volveré a verle nunca más y todo esto habrá sido como el mal sabor que te deja un sueño extraño del que apenas te acuerdas.


Cojo mi bolso del coche y cierro con llave mientras intento abrocharme el puñetero casco, pero no puedo. No logro dar con la clave de cómo se abrochan estas malditas correas.


— ¿Problemas con el casco? ¿No sabes cómo se cierra? — pregunta con la voz afilada.


—Nunca me he puesto uno — repico para defenderme.


—¿Nunca? ¿Es que no ha montado nunca en moto, señorita? — susurra con su mirada brillante.


—No — le contesto sin más. No me gusta el tono con el que emplea la palabra señorita. Como si estuviese a su disposición y me gusta aún menos, que me recuerde lo torpe que me he acostumbrado a ser.


—Bueno, siempre hay una primera vez para todo, ¿verdad? 
—por un segundo, creo ver en su mirada... ¿qué? Supongo que nada. Sonríe mientras se sube a la infernal moto —. Ahora suba, ponga los pies en estos pedales traseros y tenga mucho cuidado con los tubos de escape, se calientan mucho y pueden ocasionarle quemaduras imborrables.


Ahí están de nuevo las insinuaciones, ¿o tal vez es mi mente que desea que estén ahí?


Trato de acatar sus instrucciones con precisión, no deseo tener que explicar una quemadura de tubo de escape a Hector.


—¿Y ahora? —pregunto esperando el siguiente paso.


—¿Ahora qué? — pregunta él.


—¿Dónde coloco mis manos? — digo mientras las sacudo barriendo el aire.


—Pues …alrededor de mi cintura — musita y me guiña un ojo, divertido.


¡¡Alrededor de su cintura!! Grito en mi mente.


—Gracias, pero creo que será mejor no hacerlo. —Lo último que deseo es ir agarrada a su cintura, para revivir aún más los recuerdos de aquel encuentro.


—Irá más segura — expone en tono serio.


—No, gracias de nuevo — replico terca.


—¡Ah, sí! Por su prometido —recalca en tono burlón.


Deseo protestar, utilizar alguna réplica mordaz para callarle la boca, pero me arrepiento, pienso que es mejor no entrar en ese juego en el que estoy segura que puedo perder mucho más que el orgullo.