sábado, 9 de diciembre de 2017
CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)
Suspiro y pienso en que Hector no sonaba muy triste, más bien algo ebrio, ahora que lo medito detenidamente.
—Piernas largas — dice una voz, que en el día de hoy se ha vuelto me familiar.
Al girarme hacia el sonido de su voz, me encuentro de nuevo esos ojos grises que me dejan sin aliento, con el casco en la mano.
—No estoy de humor para tus tonterías —le riño con la voz quebrada.
—Parece que necesitas transporte. ¿Te llevo?
—No gracias.
—No hay taxis disponibles, tardaran bastante a estas horas en regresar y además, ya te has montado en mi moto.
—Si, en ese bicho asesino — digo mientras me froto la quemadura.
El dirige su mirada a donde mi mano se frota y ve la quemadura.
—Mira que te lo advertí, déjame verla — dice ahora con voz... ¿preocupada?
—No gracias — contesto a la vez que trago fuerte. Solo pensar que me acaricie...
El no hace caso a mi negativa y en un segundo lo tengo arrodillado frente a mí con mi tobillo, entre sus fuertes y morenas manos, observando el lugar de la quemadura.
Me siento extraña, porque me toca con familiaridad, como si acariciase mi mano al estrecharla entre las suyas en un simple saludo formal y cortés, debe ser, que he perdido la practica de que otro hombre me toque.
Trato de taparme las piernas con la falda todo lo que puedo a pesar de que ya obtuvo una buena vista de ellas (y de algo más) en la carretera.
—Una buena quemadura, deberías untar la zona con alguna pomada para que no se quede una cicatriz muy visible. ¿Tienes alguna en casa?
Niego son la cabeza, incapaz de hablar mientras él sostiene mi tobillo entre sus manos.
Una sensación extraña se apodera de mí y siento, como si sus manos transmitiesen una especie de energía a mi piel, una energía estática, que hace que mi vello se erice.
—Cicatral —dice de repente.
—¿Perdón? — susurro perdida en mi desconcierto.
—Cicatral. Es una gran pomada para las quemaduras.
—Gracias, la compraré.
— Ahora ven, te llevo — insiste.
—De verdad, no gracias, no quiero ser una molestia — me excuso.
—No lo es. Será un placer.
Oteo el horizonte esperando ver aparecer el morro blanco de algún taxi libre, a pesar de que no soy la primera en la cola, al menos quince personas esperan delante de mí.
—Está bien —cedo al fin. ¿ Qué mal puede hacerme otro paseo en el bicho de la muerte? —Pero por favor, nada de caballitos, ni frenadas bruscas.
—Lo prometo — dice sonriendo.
No sé si será por el cansancio o por lo apesadumbrada que me siento, pero ahora me parece un chico agradable, además de atractivo, de forma dulce y no brusca y salvaje como en el ascensor, o cuando bajó de su moto.
Sacudo la cabeza y lo sigo hasta la moto. Allí está, mirándome con sus grandes faros que se asemejan a ojos de insecto, provocándome, dejando que su gran tubo de escape, (del que llevo una herida de guerra), se luzca ante mí.
—Baja por la izquierda la próxima vez — me advierte.
—Lo haré, no quiero otra quemadura — replico.
—Ten — dice mientras me ofrece su chaqueta oscura de cuero.
—No gracias. Estoy bien.
—Póntela ahora, sobre la moto hará frio y no llevas nada muy abrigado.
—¿Y tú? Solo llevas una camiseta de algodón — replico señalando algo obvio, pero me sorprende esa muestra de cortesía ante una desconocida, a pesar de que no ha sido la primera.
—Soy un tipo duro —suelta sonriendo de nuevo y puedo ver, que su barbilla se parte en dos de forma agradable.
—Está bien, gracias — susurro arrebolada.
— ¿No ha aparecido? — pregunta pillándome fuera de juego.
—¿Quién? —pregunto desconcertada.
—El hombre maravilloso al que estás prometida —recalca hiriéndome.
—No, no sé que ha sucedido, he esperado dos vuelos y nada —contesto. Debería rebelarme, replicar, decirle que no le importa, pero la verdad es que no me apetece y él solo ha señalado un hecho real.
Se acerca y abrocha mi casco, con el que he peleado de forma disimulada, esperando que no advirtiera lo torpe que soy sin éxito y después, sube la cremallera de la chaqueta de cuero en un acto cercano e íntimo. Por un instante me veo reflejada en sus ojos, amables y profundos y un nudo se forma en mi garganta y baja hasta mi estómago, haciendo que este parezca muy pesado.
Sube a la moto y pone el motor en marcha con un rugido feroz, subo detrás de él y bajo mi falda para atraparla entre mis muslos.
El paseo ahora es dulce, tranquilo, como el vaivén de una cuna que alberga a un bebé. Veo las luces de los coches pasar y el asfalto oscuro iluminado tenuemente por la claridad de la luna.
Tiemblo. Siento frío.
Y su mano de repente frota las mías, que abrazan su duro abdomen. Me pregunto, si tendrá tableta de chocolate, porque lo parece. Casi puedo dibujarla con mis dedos bajo la fina camiseta.
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