lunes, 27 de noviembre de 2017

CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)






Me llevó a un restaurante alejado de la ciudad, era un lugar hermoso, sobre una montaña, con una preciosa ermita
blanca iluminada por la luna llena esa noche. Frondosos jardines cuidados con detalle envolvían la terraza de cristal del local.


Jaulas con pájaros exóticos lo adornaban todo. Era un sitio impresionante. Desde luego con él estaba descubriendo
lugares nuevos en mi propia ciudad.


Nos sentamos en una mesa con vistas a la ciudad iluminada por miles de luces que refulgían en la oscuridad, a la pequeña ermita y al cielo estrellado. La luna estaba sobre nosotros.


Se escuchaba de fondo música suave, era James Arthur y su famoso Impossible. Muy adecuado pensé.


La letra de la canción era triste, un canto desgarrado de un amor que no ha superado los años, de engaños, de traición, me encantaba esa canción. Inconscientemente empecé a cantarla entre susurros, mientras miraba la carta.


– Cantas bien.


– Lo siento, no me había dado cuenta.


– No te disculpes, cantas bien, lo he dicho en serio.


– No, no canto bien, pero gracias. Es un sitio precioso.


– Como tú.


Siento como me ruborizo, parece que ahora es mi estado natural, estar ruborizada todo el tiempo, y húmeda. Con ganas de sexo constante. Escucho los latidos de mi corazón, más abajo de dónde debería encontrarse, tan abajo como entre mis piernas. Uno de sus dedos me acaricia el muslo.


Con posesión, como si de verdad fuese suya. Y eso, no sé por qué, me hace feliz.


– ¿Qué vas a tomar?


– No lo sé, la verdad no tengo mucha hambre, a pesar de que no he tomado nada desde nuestro café.


– ¿Por qué no has comido?


– Supongo que me olvidé.


– ¿Te olvidas muy a menudo? – pregunta


– No, nunca, pero hoy es un día raro. Y eterno.


– Si es extraño encontrar tu alma gemela.


Sonreí. Él siempre diciendo cosas así


– ¿Cómo alguien puede ser como tú? – pregunto sin poder contener las palabras.


– ¿Y cómo soy yo?


– Frío como el hielo, aparentemente sin sentimientos románticos, y sin embargo, ahí están, palabras pasadas de
moda, puertas abiertas, el gastado y en desuso “las damas primero” y lugares de ensueño. No logro entenderlo.


– Si, supongo que doy esa impresión.


– ¿Qué van a tomar los señores? – pregunta el camarero.


– Una botella de lambrusco rosado bien frío para empezar.


– Muy bien señor.


El camarero nos deja solos.


– Me gusta el lambrusco rosado.


– Lo supuse.


– No irás a decirme tú también qué es una bebida de mujeres.


– No, no lo diré, porque lo es.


Pedro sonríe por la broma, y yo me relajo. La verdad es que parece un hombre agradable, divertido incluso y no puedo dejar de pensar en que es muy sexy.


– ¿Qué te apetece cenar?


– No lo sé, creo que una ensalada y tal vez algo de pescado.


– Pide lo mismo para mí.


– ¿No vas a pedir tú?


– Si tú lo deseas, lo haré, si prefieres pedir tú, hazlo.


– Vale, pues entonces pídele al camarero una ensalada mixta y lenguado a la plancha.


– Perfecto.


El camarero aparece en seguida con la botella de vino y dos copas. Pedro pide exactamente lo que le dije, cosa que me agrada. Normalmente siempre añaden algo de su propia cosecha, pero el no.


Me sirvió el vino y hablamos de forma tranquila, amigable. 


En realidad, pensé que tal vez, incluso pudiésemos llegar a ser amigos.


Me contó algo sobre su vida, siempre cambiando de casa, de aquí para allá, por el trabajo de su padre. De cómo su madre había pasado por el trance de quedar viuda joven, y de cómo no había vuelto a querer estar con ningún otro, pues su padre había sido el gran amor de su vida.


Hablamos algo sobre mi desdichada infancia, pero poco, no deseaba hacer regresar esos recuerdos que me molestaban y me dolían tanto.


Y evitamos a toda costa, hablar sobre nuestras respectivas parejas, éramos sólo nosotros. Él y yo.


Cenamos, bebimos y reímos. Sin darme cuenta, me divertí. 


Una vez que se relajaba y dejaba de decirme constantemente cuanto me deseaba, era un hombre agradable, inteligente y divertido.


Charlamos sobre nuestros trabajos, me reí mucho con algunas anécdotas sobre sus casos, su manera de ponerle nombre a las operaciones, y me habló de su primer amor, una niña algo mayor que él, cuyo padre era también Guardia Civil y compañero de su padre. Me gustó la inocencia con la que la recordaba, como abusó esa niña de él, tratándolo como a un esclavo y cómo él sonreía ante el recuerdo.


– No me importaba que me usara como su esclavo y me tuviese todo el día atareado. La verdad es, que lo hacía de buen agrado, porque así estaba junto a ella – me confesó.


Me pareció algo muy tierno y dulce, que era la contraposición de lo que parecía ser ahora.


– Me gusta tu risa – dijo mientras apartaba un mechón de mi pelo hacia atrás.


– A mí, no. Es horrible.


– Es encantadora, como tú.


– No soy tanto como crees.


– Sí lo eres, sólo que no lo sabes.


– Admiro la seguridad que desprendes.


– Me he hecho a mí mismo, todo lo que quiero lo consigo.


– No, todo no.


– No, es verdad, todavía no tengo todo lo que quiero, pero en cuanto estés lista, lo tendré.


– No hablaba de mí – dije sorprendida.


– Pero yo sí – contestó mientras bebía un largo sorbo de vino –. Te quiero a ti, en mi cama, en mi coche, en mi calabozo, en mi vida.


– Eso es desear demasiado.


– Nunca es demasiado cuando se trata de ti. No he dejado de pensar en ti ni un solo instante, desde que te vi esta mañana, eso nunca me había sucedido, así que ha de significar algo.


– Si, un capricho porque te rechacé.


– La verdad, es que ninguna mujer, nunca, se ha atrevido a hablarme de esa manera. Eres la primera, no me temes, y eso me gusta.


La conversación de nuevo se volvía intensa.


– ¿Por qué habría de temerte?


– ¿Por qué no?


– Temo cosas, cosas de ti, pero no a ti.


Mierda, de nuevo un golpe de sinceridad.


– ¿Y qué cosas temes de mí?


– Eso es algo que no pienso confesar.


– Podría detenerte, esposarte en el calabozo, y hacerte confesar. Y, ¿sabes? Nadie sabría que estás ahí abajo,
siendo mi prisionera, de hecho, la idea me está tentando.


Pedro cogió mi mano y la colocó justo sobre su miembro.


Abrí los ojos desmesuradamente y deseé que nadie lo notase, pero yo lo notaba. Era enorme. Mi mano, era insuficiente para coger el apretado bulto entre sus pantalones. La idea de cuánto mediría su verga, paso por mi cabeza. No podía creerlo, había colocado mi mano sobre su endurecida erección, y me miraba de nuevo dominado por el deseo.


Al final, iba a llegar a creerme que él me deseaba de esa forma en la que siempre soñé ser deseada.


– Sí, esto me lo causas tú, y llevo todo el día así.Sin poder ocultarlo, dolorido, sólo, deseando aliviarme entre tus
piernas, y tú te niegas a darme ese placer, ¿acaso tu alma no es compasiva?


Sonreí. Ahora, era él quien suplicaba.


– Pensé, que la que debía suplicar, era yo – dije maliciosamente.


– Tienes razón, y así será. Cuando tú me lo supliques. ¿Deseas postre? – dijo cambiando de tema.


– ¿Y tú? – pregunté de forma inocente.


– Sí, claro que quiero postre, sólo que mi postre no está en la carta, si no frente a mí, ¿me dejarás probarte tan sólo un poquito?


Sentí como mis pequeñas bragas se caían al suelo. Eso exactamente provocaba en mí, desear estar desnuda tan sólo con él puesto sobre mi piel en cualquier lugar, dudaba que me importase que alguien me mirase.


Me estaba volviendo loca. A este paso, acabaría por ser una ninfómana empedernida, si eso existía.


– Tal vez... – pronuncié – te deje probarme, pero sólo un poco, y con una condición.


– ¿Cuál? La cumpliré.


– Que no me quites nada de ropa.


– ¿Nada? ¿Ni una prenda?


– Ni una sola.


– Esto se pone interesante.


Le sonreí. Me estaba dejando llevar, no sabía si por el vino, el despecho o simplemente porque era él, y no tenía idea de cómo iba a terminar este juego, lo que sabía con seguridad es que alguno de los dos, o puede que ambos, terminaríamos heridos.


El llamó al camarero y pagó la cuenta, no me permitió que lo hiciera, así que me ofrecí a pagar una copa donde el eligiera.


El aceptó, estaba de acuerdo con el trato. Montamos en el coche y condujo de nuevo hacia la sierra. Al parecer todos nuestros recuerdos estarían en sitios alejados



CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)





Bajamos por una angosta escalera. En seguida pude notar un fuerte olor a humedad que provenía de ellos. Las celdas se disponían una tras otras. Eran viejas, demasiado pensé para albergar a los criminales.


– Estos son los antiguos, ya no los usamos.


– De ahí ese olor a dejadez – musité.


Toqué uno de los barrotes, la celda era bastante pequeña, apenas unos metros, aunque suficiente para los dos.


Apresé con la mano el frio metal y luego hice lo mismo con la mano libre. Dejé que la frialdad y el olor del metal se mezclasen en mí, para tener olores reales a los que aferrarme.


Me olvidé de todo, incluso de él. Con las manos sobre los barrotes, cerré los ojos y me imaginé allí esposada, apresada sin ninguna vía de escape, mientras él, colocado a mi espalda como estaba ahora, me acariciaba sin cesar.


De repente noté su mano en mi cuello. Me acariciaba la nuca, y enredaba sus dedos entre mi pelo, hasta que apresó una guedeja entre ellos y colocó mi cabeza hacia arriba, mientras tiraba del pelo y dejaba a la vista de mis ojos el techo del lugar.


Su otra mano, se paseaba por mi cintura, acariciaba mis caderas, dibujando lentamente su curva. Era tentador dejarse llevar ahí abajo, con la promesa del placer escrita por mi cuerpo con sus dedos.


Tragué saliva, tenía la respiración entrecortada, era incapaz de abrir los ojos, tan sólo podía sentir. Era sensual, liberador. Mi cuerpo respondía a sus caricias de forma natural, como si sus manos sobre mi piel fuesen lo más lógico. Lo más sencillo.


– Vas a suplicarme Paula.


– Nunca – dije jadeando.


– Está bien, no haré nada que no me pidas.


– Me parece lo adecuado.


El asintió, pero no retiró su mano de mi pelo, ni de mis caderas.


– Me gusta tu cuerpo, me gustas tú.


– No me conoces.


– Conozco lo suficiente de ti. Sé que eres testaruda, orgullosa, sensual, y luchadora. Con eso me basta.


– Eso no es suficiente.


– Para mí sí, lo supe desde que te bajaste del coche, con la cara sonrojada por el enfado, la melena alborotada y los ojos chispeantes por la furia. Por tu fuego. Un fuego que te consume sin que seas consciente de ello, porque, ¿sabes? Tú eres puro fuego. Y yo deseo arder en él.


¿Cómo podía lograrlo? Ya estaba de nuevo lista, húmeda y excitada como nunca antes lo había estado, por él.


Posó su boca sobre mi cuello, y me besó, después, lamió y más tarde mordió de forma suave. En realidad, habíamos llegado lejos, demasiado dado nuestro estado actual de “ocupados”, pero qué más daba, se sentía tan bien.


Era tan excitante, me llenaba de vida, y era una sensación que no deseaba que desapareciera.


– Si otro hombre te toca, no sé qué sería capaz de hacer.


Me giró sobre mí misma, con una de sus manos, me agarró las muñecas por encima de mi cabeza, con la otra, me
apretaba la cintura, ajustando mi cuerpo al suyo.


– No puedes remediarlo, pertenezco a otro hombre, él tiene derecho a tocarme.


– No se lo permitas. Quiero que seas sólo mía.


– Eso no es posible. No soy tuya.


– Sí lo eres, sólo que aún no te has dado cuenta. Llegará un momento, en que no desees que nadie más te toque,
rechazarás cualquier contacto que no sea el mío.


Sonreí ante su seguridad, en verdad, podía tacharlo de mezquino, pero en ese momento, era tan excitante.


– ¿Y tú? ¿Podrás tocar a otras mujeres? ¿O sólo querrás tocarme a mí?


– Sólo a ti. Soy tuyo, ¿no lo crees? Te lo repito una y otra vez, desde que bajaste del coche lo supe.


– Sí, que el destino nos ha reunido...


– Aunque he de reconocer que ha sido algo cruel con nosotros, al hacer que nos encontremos ahora, pero más vale tarde que nunca. ¿Acaso no deseas ser feliz? Yo sí. Y creo que sólo lo seré contigo.


– ¿No crees, que esto es sólo una creación de tu mente? Tal vez, sólo lo digas porque te he negado tenerme, pero si de verdad fuese tuya, tal vez te cansases de mí – como Víctor, apunté mentalmente.


– Nunca me cansaría de ti. Sé que el sexo entre nosotros, será inolvidable.


– ¿A cuántas mujeres más les has dicho lo mismo que a mí?


– A ninguna – sentenció.


– Ninguna – susurré – eso es demasiado poco.


– Es la verdad.


– No puedo creerte, ya hubo alguien parecido a ti en mi vida.


– ¿Parecido a mí?


– Si, encantadoramente mentiroso, y frío, tan frío como el hielo, e igual de cortante. Y eso hizo. Cortarme en trozos, no sé si logré recuperarlos todos.


– Yo te arreglaré, muñeca. Eres mi muñeca rota y yo deseo arreglarte.


– No podrás, nadie ha podido. Al final, se cansan de intentarlo.


– ¿Qué te ha pasado?


-Nada.


– Cuéntamelo, empieza a confiar en mí, no hay nada, nada que no puedas contarme.


– Mi marido me engaña – dije de repente, sin saber por qué.


– Entiendo. Vámonos a cenar – dijo serio.


Todo rastro de sensualidad y de juego, se desvanecieron. 


Me soltó las manos y la cintura y se alejó de mí,
dejándome vacía. Nunca había tenido una sensación tan intensa de soledad. Parecía que sus manos, su cercanía me llenaban, ahora me sentía sola y aislada en mitad del iceberg. La atmósfera de nuevo era fría y con olor a humedad.


Miré una última vez los barrotes. De seguro que esa noche, soñaría con ello y con él.





CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)





Conduzco de vuelta al cuartel y espero que el siga ahí, si no, tengo su número que apuntó en el parte, pero prefiero no tener que llamarle.


Me acerco con el coche, hasta la barrera que separa la entrada del cuartel de la calle, en seguida, un joven vestido de verde se acerca hasta mí.


– ¿Que deseaba señorita?


– Tengo que hablar con el Capitán un asunto.


– ¿Con el Capitán Alfonso?


Miro el parte amistoso, pero no aparece más que su nombre, aún así mi mente ágilmente me sopla que no puede haber muchos Capitanes, así que le confirmo al chico qué es con él con quien quiero hablar.


– Hemos sufrido un encontronazo esta mañana, y necesito unos datos para el seguro.


El chico me abre la barrera, indeciso y aparco en el mismo sitio, donde lo hice por la mañana.


El joven se acerca hasta mí, mientras me bajo del coche.


– ¿Usted es con quién ha tenido el percance? – pregunta curioso.


– Sí, soy yo, y la matricula está algo descolgada. Espero que no me multes por eso – le sonrío.


– Señorita, créame, que la multaría tan sólo por ser como es.


Le miro sorprendida, es un jovencito muy lanzado.


– ¿Sabe cuántos accidentes puede causar con ese cuerpo de infarto? – dice de nuevo, esta vez más seguro de sí mismo.


Sonrío. No pretendo herirle, porque me ha resultado encantador.


– Lo sabe, Pérez, ahora váyase. Es asunto mío, que no le vea más merodear sin hacer nada. Salga a buscar delincuentes – le ordena una voz dura y fría.


– A sus órdenes mi Capitán – contesta obediente – Un placer para la vista Señorita. Me ha alegrado el día – y guiña un ojo descarado.


– Vete de aquí ya – brama Pedro.


El chico sale casi corriendo, y yo, sonrío.


– ¿Por qué has sido tan rudo con el chico? – pregunto inocentemente.


– No me irás a decir, que me rechazas a mí, pero que lo deseas a él.


– ¿Y si así fuera?


Pedro me mira de arriba abajo, sin contestar, aunque su mirada se ha vuelto fría y calculadora, una sonrisa aparece en su rostro.


Me coge de la mano, como si tuviese derecho a hacerlo y me guía hasta el interior, del cuartel, hacia su oficina.


Algunos de sus hombres, nos miran extrañados al pasar,  unos sonríen maliciosos, otros complacidos, otros casi ofendidos. Supongo que no es algo común, que su Capitán lleve a una mujer agarrada por la muñeca y casi en volandas por los pasillos.


Entramos en su despacho. Con gracia me deja frente a él y cierra la puerta. Se apoya contra ella. Debo reconocer que está muy atractivo con su uniforme, le sienta muy bien, y tiene algo, al estar vestido formalmente, que hace que mi cuerpo de nuevo comience a imaginar escenas poco decorosas.


– ¿Y bien? – pregunta.


– ¿Y bien? – contesto.


– ¿Para qué has venido?


– ¿Y tú, me lo preguntas? Lo sabes muy bien – le digo susurrando.


Continúo de pie, y me acerco más y más a él. Pedro está encerrado entre la puerta y mi cuerpo. Es muy observador, se frota con la mano la barba y sonríe de forma provocadora.


– Así que al final me vas a suplicar.


Él quiere jugar, y yo gracias a Víctor, me siento juguetona.


Me acerco más a él, mientras me deshago de la chaqueta y dejo mi cuerpo al descubierto bajo la suave y ceñida tela del vestido.


Pedro me mira y después resopla, mientras cierra los ojos. 


Está expectante, con las pupilas dilatadas, esperando con cautela mi siguiente paso.


– Podría ser – digo cada vez más cerca de él – que hubiese venido a suplicarte que me encerrases en tú calabozo – mis labios ahora están junto a su oreja y mis manos apoyadas en su pecho. Siento los latidos de su corazón, como poco a poco, van acelerándose. – Quizás, sí que deseo suplicarte que me esposes a las frías barras metálicas de tu calabozo, mientras dejo que me tortures con tus caricias desvergonzadas y tus palabras obscenas, mientras mi cuerpo espera que tú te dignes a entrar en mí, o tal vez, desee, que todo suceda aquí mismo, sobre tu mesa, grande y dura. Tal vez quiera suplicarte que tires los informes al suelo, que salgan volando por la habitación mientras me besas de nuevo, como en el coche, o probablemente, la que desee tenerte esposado sobre la mesa sea yo, y que mientras te torturo tú sólo puedas suplicar que te monte de una vez y te haga alcanzar el alivio que deseas.


Su corazón, ahora latía descompasado, a veces parecía pararse, otras iba a mil. Me gustaba jugar, jugar con él, jugar a su juego, él se lo había buscado. No era el único que podía portarse mal, también había una niña mala dentro de mí, y al parecer ansiosa por salir.


Acerqué mi boca a la suya, el juego le gustaba, noté cómo su entrepierna estaba dura como una roca. Mi jueguecito le había excitado.


Al verle así, en mis manos, esperando mi decisión no pude resistirme a darle un pequeño mordisco en su labio inferior.


Era jugoso y apetecible y tiré un poco de él, casi hasta hacerle daño. El gimió de forma sonora, desde luego no se esperaba eso de alguien que se había mostrado tan recata unas horas antes. Era hora de acabar con el juego.
– Puede, que haya venido a suplicarte que me devores, de los pies a la cabeza, que hagas que mi cuerpo se funda con el tuyo. Pero, no es por eso por lo que he venido, he venido porque necesito... el número de tu matrícula para el parte amistoso.


Y diciendo eso, me alejé de él, hacía la seguridad de la silla. 


Sabía que jugaba de manera arriesgada, peligrosa, tal vez Pedro ahora se sintiese con derecho a reclamar que acabara lo que había empezado, pero, ¿quién lo había empezado? Él.


Él, tenía la culpa de todo, así que un poco de su propia medicina no le haría mal.


– No puedes, decirme algo así, y luego pretender que no ha ocurrido nada.


– Y no ha ocurrido nada, mi Capitán, ni siquiera se puede considerar un beso. Y, puedo tratarte así, porque tú me tratas así Esto, lo empezaste tú.


– Puede que tengas razón princesa, pero, ¿cómo acabará?


– Eso es algo que tendremos que averiguar – dije sin pensar.


Estaba sentada en la mesa, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas junto a mis caderas. Él se acercaba a mí con paso felino. Era muy atractivo, eso era innegable, y ahora, no me parecía tan malo ese exceso de seguridad en sí mismo que tenía, quizás, incluso me venía bien para mi autoestima.


– ¿Qué te ha sucedido?


Así que no le había engañado, sabía qué ese cambio repentino en mí, estaba ocasionado por algo, algo concreto que tenía nombre. Asustaba cómo me intuía.


– Nada.


– No puedes mentirme.


– No me ha pasado nada, en serio, que he ido a arreglar lo del golpe y resulta que me faltaba tu matricula, y tus apellidos.


– Lo sé, lo hice con conocimiento de causa, para verte de nuevo. Por eso no me he ido hoy todavía de aquí, te estaba esperando.


– ¿Me esperabas? – eso me había sorprendido.


– Siempre te he esperado, sólo es que no llegabas.


– Dame el número de la matrícula y podré irme.


– No, no voy a dejar que te marches. Estás preciosa. Te llevaré a cenar.


– ¿Y tu mujer no te echará en falta?


– Ella, está ocupada.


Alzo la ceja. Eso me sorprende, ¿qué será lo que oculta? ¿Qué clase de acuerdo matrimonial tendrán?


– No te sorprendas, ya te he dicho que mi matrimonio, no es un matrimonio feliz.


– ¿Entonces por qué seguir casados?


– ¿Por qué lo sigues tú?


– Supongo que por todo y por nada.


– Lo mismo podría decir. Y ahora, mi hermosa princesa, ¿me dejas llevarte a cenar a un sitio donde nadie nos conozca y dónde nadie pueda vernos?


Estaba entre mis piernas, sus manos grandes y ásperas sobre mis muslos y eso hacía que mi cuerpo bullese. Era un hombre capaz de hacer perder el control a cualquier mujer, en cualquier momento, ¿por qué su esposa no era feliz con un hombre así?


Asentí antes de darme cuenta, él sonrío, triunfal, sabía que estaba ganando no sólo una batalla, si no la guerra, y sabía que pronto suplicaría.


– Antes de irnos – le susurré – ¿podría ver uno de los calabozos?


Él sonrió de forma traviesa.


– Sabes que no te voy a tocar, hasta que me lo supliques, ¿verdad?


– Aún no estoy dispuesta a suplicarte. Sólo sentía curiosidad.


– Te los mostraré, para que cuando me imagines devorándote ésta noche, todo parezca más real.


Maldita sea, ese hombre conocía mis pensamientos antes que yo misma.