domingo, 3 de diciembre de 2017

CAPITULO 29 (PRIMERA HISTORIA)




A pesar de no haber dormido apenas nada, me levanté de buen humor. Aún tenía mi cuerpo impregnado por el aroma masculino de Pedro, aún sentía los muslos húmedos por sus besos, la piel ardiendo ante el recuerdo de sus caricias, y el corazón frenético por lo que me hacía sentir.


La noche, había sido reveladora. Ya no tenía sentido que me mintiese más, que tratase de ocultar lo que mi corazón gritaba entre latido y latido, estaba loca por él. Lo amaba, esa la verdad, y eso creaba un gran debate en mi interior.


La parte noble que vivía en mí, me ordenaba sin tapujos que le dejara marchar, que siguiera adelante con mi vida monótona y vacía junto a Víctor. Mi marido.


Mi parte egoísta, me gritaba que nunca volvería a ser la misma, que necesitaría sus caricias que habían penetrado tan adentro de mi ser, como si fuese una heroinómana. Estaba enganchada a Pedro, y no sólo en lo concerniente al sexo, sino de una manera extraña, también a su forma de ser.


Abrí el grifo de la ducha y esperé pacientemente a que ésta saliese caliente. Me sumergí bajo los miles de chorros que acariciaban mi piel de forma seductora, casi como si el siguiese tocándome. El agua caliente se llevaba los restos del día pasado. Una locura de día, Sorprendente, revelador, y magnifico día pasado.


El pelo, aún llevaba enredados algunos granitos minúsculos de la fina arena de la playa, y mi piel, todavía resplandecía por la sal que se había negado a desprenderse de ella.


El viaje de regreso fue apacible, hermoso, viajamos despacio, el agarraba mi mano que a su vez aferraba su cintura con fuerza, como si no hubiese tenido bastante de él. La luna iluminaba el camino oscuro y sinuoso, con curvas pronunciadas, que no eran más que el reflejo de nuestras propias vidas.


No dijimos nada, tan sólo, nos bastaba con el contacto del otro. Era feliz. Éramos felices.


Había querido aferrarme a la idea de que sólo era sexo, que no duraría, que se acabaría en un corto espacio de tiempo y entonces volvería a mi vida con Víctor, pero cada día, me resultaba más difícil de creer.


Percibía que para lograr esa hazaña, me harían falta unas fuerzas de las que no disponía.Le amaba. No podía ocultarlo más. Me había enamorado de él. Era tan profundo lo que sentía, que no me importaban las consecuencias.


Incluso, se me había pasado por la cabeza durante la noche, dejar a Víctor, dar yo el primer paso y pedirle que él hiciera lo mismo. Regalarnos a ambos la oportunidad de ser felices por una vez en la vida.


Pensar en nosotros, en nuestra felicidad, y no pensar en nadie más. Convertirnos en dos personas egoístas que fuesen capaces de no pensar, si heríamos a los demás


La ducha me había sentado bien, me sentí con fuerzas renovadas, descansada, aunque la falta de sueño era evidente, dos círculos violáceos se habían instalado apaciblemente bajo mis ojos, y no parecían tener la intención de irse.


Me puse un vaquero y un jersey, el frio se negaba a abandonarnos. Me estaba recogiendo el pelo, en una larga cola cuando lo escuché. El golpe seco, que hacia al cerrarse, la puerta de entrada.


Al principio temí que fuese un ladrón, pero cuando el instante de pánico dio paso al de la razón, comprendí que sería Víctor


Víctor. No tenía claro, que iba a suceder.


Salí del baño y lo encontré en mí… nuestra habitación, sentado sobre la cama deshecha. Parecía abatido, triste.


Me miró a los ojos, y en ellos vi un destello acusador, que dio paso de inmediato a uno de arrepentimiento.


– Buenos días, ¿cómo estás? – susurró.


– Tirando – le conteste de forma brusca.


– He venido a recoger algunas de mis cosas.


– ¿Vas a llevártelas todas? – pregunté.


– ¿Es lo que deseas?


– ¿Y tú?


– ¿Yo? Yo solo deseo que todo sea como antes.


– ¿Dónde pasas las noches?


– En casa de mi hermana.


– Sigues empeñado en mentirme.


– No te miento – se defendió.


– Noelia me llamó para saber dónde estabas.


Su rostro cambió, sabía que de nuevo le había pillado en una mentira.


– Yo deseo arreglar lo nuestro Paula es sólo que cada vez que intento no meter la pata, la cuelo más al fondo.


– Sí, estamos en un gran pozo sin fondo, parece.


– Te quiero.


– No es suficiente.


– Antes lo era – replicó enfadado.


– Pues ahora no.


– ¿Qué ha cambiado?


– No quiero tenerte a medias. No me gusta que estés conmigo por tranquilidad, por seguridad, y que luego me
mientas, me engañes...


– No te engaño. Nunca lo he hecho, créeme Lo digo en serio.


– Mientes. Y, por cierto, lo haces de pena.


– Está bien, como quieras. Me marcharé.


– Necesito tiempo, pensar...


– Haz lo que desees. Tan sólo te pido, que trates de perdonarme, como yo te he perdonado tantas otras veces.


– Nunca te he engañado. Nunca te he amado, y siempre lo has sabido, aún así he respetado lo que teníamos


– No era mucho.


– Lo sabías. Tú aceptaste.


– Paula, no deseo discutir, tan sólo quiero que me perdones, que olvides todo, que vuelvas a hacerme un hueco en tu vida.


– No sé si podré.


– Piénsalo. Por los años pasados. No me juzgues tan sólo por un acto.


– Lo intentaré.


– Estás muy guapa – dijo acercándose a mí, y tratando de tocarme, de besarme.


– ¡Aléjate de mí! – grité sin esperarlo.


El me miró confundido, sin saber cómo reaccionar. Había sido algo inesperado para él y para mí, pero al sentir sus manos sobre mi piel, una bocanada de repulsión me sacudió. Era, como si él fuese el amante, como si con ese gesto engañase a Pedro y no al revés. Todo era confuso.


– Cogeré mis cosas y me marcharé. Si quieres que vuelva, tan solo házmelo saber. Yo...regresaré en cuanto tú quieras.


Miré impasible como se hacía con sus pertenencias, y se marchaba. No fui capaz de decirle si quiera adiós. Algo en mi interior me gritaba que él me engañaba, que mi cuerpo lo sabía antes que mi mente. Que había algo oscuro en él, que antes no había sido capaz de ver. Eso me asustó, pero decidí que lo mejor era dejarlo correr.



CAPITULO 28 (PRIMERA HISTORIA)





La noche nos engulló con rapidez. No podía creer la celeridad con la que el tiempo pasaba. Volaba junto a él.


Habíamos llegado hasta una pequeña cala solitaria, envuelta entre las rocosas montañas que rodeaban esa zona de la costa.


Era muy pequeña, íntima y acogedora.


Nos sentamos en la suave arena humedecía por la noche y bañada por las olas.


– He pasado un día maravilloso – confesé.


– Lo sé.


– Tú y tu modestia.


– Digo las cosas como son, como las siento.


– Eres un hombre muy engreído y seguro de sí mismo. Me preguntó si alguna vez flaqueas.


– Si flaquease, sería débil y si fuese débil, podría morir mientras estoy de servicio.


Nunca había pensado en esa posibilidad, y cuando lo dijo, supe que era cierto. Que ese hombre arriesgaba su vida a causa de su profesión.


– ¿Alguna vez te han herido?


– Algunas.


– ¿Tienes miedo alguna vez?


– Siempre.


– No lo habría imaginado – dije sorprendida por su sinceridad.


– Cuando vamos a iniciar alguna redada peligrosa, de esas en las que sabemos que los otros tienen armas que pueden usar contra nosotros, siento miedo. Pero después, cuando todo empieza, la adrenalina toma el control de mi cuerpo y el miedo desaparece, se despiertan mis instintos de supervivencia. Cuando termina todo, el miedo vuelve de repente, y me engulle. Hasta que no me aseguro de que todo, ha salido bien, y que no he perdido a ninguno de los míos, no vuelvo a calmarme. A veces, observo durante minutos como me tiemblan las manos.
Supongo que es algo que hay que vivir en primera persona, para saber realmente que se experimenta. Es algo que no deseo a nadie. Es duro. Vemos cosas terribles. La primera vez que vi un cadáver, vomité durante días, cada vez que recordaba la imagen. Trataba de huir de ella, pero me perseguía


– ¿Cuándo fue eso? – pregunté absorta en su confesión


– Recién salido de la academia, estábamos patrullando y encontramos a una mujer sin vida. La habían golpeado hasta arrebatare el último de sus suspiros.


– Lo siento.


– No lo sientas, tú no tienes la culpa.


– Siempre me dices eso, y sé que no soy la culpable, aun así lo siento. Lo siento por ti, por lo que has tenido que sufrir. No me imagino como de duro ha de ser, comunicarle a una persona, que alguien cercano a ella, alguien a quien seguramente ama con locura, ha dejado ésta vida.


– Bueno, hablemos de cosas menos tristes. ¿Te gustan las joyas?


Cambio radical de tema. Una de las especialidades de mi frio como el hielo. Aunque, cada vez que adentraba más en él, menos frio me parecía


– ¿Las joyas? Si, supongo, algunas.


– ¿Algunas?


– Quiero decir que no me gustan las joyas demasiado ostentosas


– Creí que a todas las mujeres les gustaban las joyas, cuanto más grandes y brillantes, mejor.


– Suelo alejarme de todo lo que brilla, soy de gustos más sencillos.


El rió.


– ¿Y por qué te has acercado a mí?


– No me percate de tu brillo, hasta que fue tarde.


Eso le hizo reír más.


Se colocó frente a mí, mientras me masajeaba las rodillas y me miraba con cara traviesa. Mi cuerpo gritaba de expectación, imaginando qué sería lo que su mirada de niño malo ocultaba.


– A mí, me gustan mucho – dijo mientras me quitaba, esta vez sin destrozarlo, el tanga que llevaba – las perlas.


Y antes de poder adivinar a lo que se refería, o poder decir algo en contra, su lengua suave y carnosa, se paseaba entre mis labios húmedos. Comenzó a lamerme dulcemente el sexo, mientras con su mano libre, se acariciaba el suyo.


Podía imaginarme la escena desde fuera, y eso me éxito más. Su lengua lamía mi cuerpo, saboreándolo, mientras
se procuraba placer a sí mismo.


– Aquí, está la perla – dijo entre susurros – que me tiene loco.


Y su lengua se cebó en el punto oculto entre los suaves rizos.


Lamió y saboreó el pequeño punto dónde se concentraba mi placer, hasta que pensé que iba a morir. Escuchaba el sonido suave que su carnosa lengua hacía al lamer y sentía su saliva caliente mezclarse con mis efluvios.


Creí que iba a morir, nunca me iba a acostumbrar a lo bueno que era el sexo con él. Estaba avergonzada, o quería estarlo, pero no podía En ese momento no podía pensar, respirar, ni ver nada que no fuese él.


Dejó de acariciarse a él mismo, y su mano se unió a su lengua. Mientras me lamia en círculos lentos y perfectos
su dedo se introdujo dentro de mi humedad, acariciándome, y otro de sus dedos, lo apoyó en mi trasero. Cerca del
otro, justo donde acababa mi sexo.


Sentí vergüenza de nuevo, pero esa caricia íntima y poco convencional unida a sus gruñidos primitivos de placer,
hicieron que me olvidase de todo menos de respirar.


Ni siquiera temí la posibilidad real, de que de nuevo hoy, alguien pudiese estar disfrutando de nuestro encuentro
íntimo.


De todas formas, en un impulso extraño por tratar de  ocultarme de todos, me alcé la falda y traté de taparme la
cara con ella, cosa inútil, pues la falda no tenía tela suficiente para lograr esa hazaña.


Así que cerré los ojos y dejé que él me siguiera torturando con sus manos y su lengua.


Los círculos se hicieron más rítmicos uniéndose a la danza de sus manos. Notaba todo el cuerpo sensible, me acariciaba y daba placer por todos los lugares de mi cuerpo.


Me mordí el labio, agarré mis pechos apretándolos entre mis manos, necesitaba algún lugar al que aferrarme para no dejar este mundo, pero eso empeoró la situación, el acto le calentó a él más y también a mí.


El placer llegaba a mi mente desordenado, caótico y en grandes bocanadas. Demasiado para resistirlo, demasiado
para mí. Me sentía plena, llena de la exuberancia de sensaciones que abotargaban todos mis sentidos. No había
espacio para nadie más que él.


Por unos momentos, quise salir de mi cuerpo, parecía que no había sitio en él ni siquiera para mi alma, sólo para él, que me llenaba de esas fantásticas sensaciones.


El orgasmo llegó casi de inmediato, largo, puro, extenuante, placentero. Las lágrimas se desbordaban de mis ojos.


No podía evitarlo, no me causaba dolor, sino una satisfacción que no era capaz de asimilar y mi cuerpo reaccionó de esa forma.


Él se tumbó sobre mí, besándome los llorosos ojos, la nariz respingona, los labios carnosos, mientras me penetraba con su miembro duro, ardiendo en deseos de obtener su alivio dentro de mí.


Comenzó a moverse en mi interior, y mi sexo y mi cuerpo, que aún palpitaban por el placer recientemente obtenido, volvió a reaccionar. Los gemidos regresaron, los jadeos, la falta de aliento. No podía ser. No iba a poder con ello. ¿Dos orgasmos seguidos? Imposible.


Su ritmo se aceleró, su brazo derecho abrió aún más mis piernas, para penetrarme más profundo de lo que ya lo había hecho y lo sentí tan adentro, tan mío, que cuando lo escuche gemir, yo jadeaba con él. Me aferraba a su pelo, tirando de él, tratando de acercarlo más a mí, más profundo, más adentro, intentando que su alma, se mezclara con la mía


Y eso sucedió, nuestras almas se mezclaron, se enredaron la una a la otra, y salieron de nuestros cuerpos liberando jadeos de satisfacción.


Los espasmos por el placer obtenido de nuevo, dejaron mi cuerpo relajado, cansado, abatido. No tenía fuerzas para nada más, sólo deseaba dejarme envolver en el fresco de la noche y dejar que las olas del mar me arrullasen con su hermoso canto mientras dormía


Cuando los espasmos se desvanecieron, Pedro se apoyó sobre mí, con cuidado de no hacerme daño con su peso.


Estaba insultantemente atractivo tumbado sobre mí, sudoroso, feliz, y relajado, con la luz de la luna iluminándolo,
dándole una apariencia etérea.


Miré sus ojos, esos ojos extraños de diferente color. Parecía un ser de otro mundo.


Mi hombre de otro planeta que había llegado hasta mí, conquistarme con su seguridad arrolladora y torturándome con placeres desconocidos y al parecer infinitos.


Cerré los ojos, agotada y me dejé llevar por la nana arrulladora de las olas del mar, y por el manto cálido que me brindaba su cuerpo.


CAPITULO 27 (PRIMERA HISTORIA)





El viaje hasta la playa fue tranquilo, relajante. No iba demasiado deprisa, por lo que me permitió disfrutar del
cambiante paisaje, pasando de la verde y abundante espesura del bosque, a autovías repletas de adelfas, montañas rojizas y al final la exuberante vegetación de la costa, donde la humedad impregnaba el ambiente y el aire tenía sabor y olor a mar.


Llegamos a un restaurante y nos sentamos en la terraza para disfrutar del fresco día y del mar. Las olas nos deleitaban con su suave y tranquilo ronroneo. Las gaviotas, daban el toque estridente al ambiente que nos decía que estábamos vivos. Y así me sentía yo. Más viva de lo que nunca había estado jamás.


Sabía que debía sentirme culpable por estar con otro hombre, y no pensar en Víctor, aunque nuestra relación, había llegado a un callejón sin salida esperando que algunos de los dos diera el paso definitivo y abriese una
brecha hacia la separación, me hacía sentir mal, formalmente estábamos casados, y yo mientras, disfrutaba con total libertad de otras caricias, otros besos, de otro hombre.


No deseaba engañarme, sabía que Pedro no era un hombre para mí, el nunca dejaría a su mujer y yo nunca se lo pediría


Cuando comenzó ésta extravagante aventura, yo era consciente de que él no era un hombre libre, al igual que yo,
pero ya fuese por su insistencia, o porque pareciese saber que necesitaba con tanta exactitud, me había calado hondo. Demasiado.


Estaba temiendo, que tal vez, había vuelto a entregar mi corazón a la persona equivocada, y ésta vez, acabaría hecho jirones tan minúsculos, que no sería capaz de recuperar ninguna parte de mí.


Él, para bien o para mal, cambiaría a la persona que había sido hasta ahora.


– Estás distraída – dijo suavemente.


– Sí, enredada en mis pensamientos.


– Piensas en Víctor- afirmó.


– Sí.


– Te sientes culpable.


– Me siento culpable, por no sentirme culpable.


– No lo hagas, no hacemos nada malo.


– Pero estamos engañando a nuestras parejas.


– No te preocupes de eso. Quizás, se lo merecen.


El tono de sus palabras sonó despectivo, casi como si de verdad pensase qué. Lo que hacíamos estaba bien y que
ellos se lo merecían.


El camarero llegó a tomarnos nota.


Pescado fresco, cómo no. Una fuente entera de pescado variado. No puse ninguna objeción a la orden de Pedro.


En realidad, era lo más adecuado.


El camarero regresó con una botella de vino blanco. La verdad es que necesitaba un trago. De repente un nudo se
había formado en mi estómago. Estaba comportándome de una manera muy poco propia de mí, pero, aunque quería huir, no podía. Pedro ejercía una influencia y atracción sobre mí, que nunca antes había experimentado, ni siquiera con el maldito bastardo que tanto daño me hizo años atrás.


Víctor me había encontrado hundida y sola, y a pesar de mis insistentes ruegos de que se alejase de mí, de que era
imposible que amasé a nadie más, Víctor no se rindió.


Nos casamos. Me casé con el que se había convertido en mi mejor y único amigo, pero nunca hubo amor y él lo sabía. En eso, fui sincera, aun así, el deseaba convertirme en su esposa. El sexo, no era algo excitante, y placentero hasta límites desbordantes como lo era con Pedro. La verdad es que era una relación escasa en ese sentido.


Todo empeoró cuando los niños tan ansiados por él, no llegaban. Yo no los deseaba, no me encontraba preparada para ser madre, aunque Víctor pensaba que todo se arreglaría con la llegada de niños.


Aun así, cuando no conseguí quedarme embaraza, fue una decepción incluso para mí, lo cual fue una sorpresa.


Desde ese momento, la cosa fue a peor. Y ahora, la verdad no sabía en qué estado se encontraba mi relación con él. Me había mentido, y eso era algo que no deseaba perdonarle, pero ahora, la que le mentía y además engañaba, era yo. Todo era confuso, porque aunque debía estar arrepentida y pidiendo perdón, lo que deseaba realmente era estar con Pedro, un poco más. Sólo un poco más, me divertiría y sería feliz con él, un poco más. Después de todo, me quedaba toda una larga vida, para ser infeliz junto a mi esposo.


Víctor no estaba en casa, así que contaba como una especie de ruptura o de descanso en la relación, mientras se arreglara, seguiría sintiéndome viva junto a Pedro, ya tendría tiempo de volver de nuevo a mi tumba en vida.


Eso significaba Víctor para mí, y me apenó sobre manera darme cuenta de ello.


Pedro me miraba fijamente. Me había vuelto a perder entre mis pensamientos.


– Estás ausente hoy.


– Lo sé, demasiados acontecimientos últimamente


– ¿Buenos, o malos?


– Un poco de todo, pero sobre todo buenos – sonreí


– Entonces me alegro, de ser el causante.


– ¿Cómo se puede tener un ego tan inmenso como el mar?


Él se rió a pleno pulmón. Esa risa que me encantaba, suave y algo ronca. A veces notaba como sus ojos de diferente color, sonreían también, y podía ver entre las arruguitas que se formaban en sus ojos, al niño que una vez fue.


Pude ver al pequeño Pedro enamorado de una chica mayor, mirándola así, risueño, mientras esta abusaba de su poder sobre él para ordenarle hacer sus tareas.


El camarero nos trajo la comida. El pescado estaba delicioso. Había rosada, mero, lenguados, pulpo, gambas y
almejas.


Todo estaba delicioso, y tenían ese sabor de pescado recién cogido tan característico, a mar. Nos terminamos la botella de vino y pedimos de postre café y un trozo de tarta selva negra.


Sentí que iba a explotar. Había comido muchísimo, pero después del ajetreado curso de conducción en moto, no
era para menos.


Por más que tenía de él, no parecía ser suficiente y mi cuerpo no se avergonzaba de exigir más, con sólo el recuerdo que me evocaba la mente de la mañana pasada, mis muslos estaban empapados.


Lo deseaba. De una forma casi enfermiza, lo deseaba.


Paseamos por la orilla de la playa, charlando como viejos amigos, observando el mar en calma, el sol tratando de
brillar entre las espesas nubes.


Pedro, entrelazó su mano en la mía Y me apretó con fuerza. En algunas ocasiones, mi corazón palpitaba de amor por este hombre, y las mariposas luchaban por escapar con su aleteo escandaloso.


Pero no podía permitirme la dicha de que mi corazón volviese a latir con fuerza por otro hombre. El amor no traía
nada más que problemas y dolores de alma.


El me besó suavemente, con las manos entrelazadas y cuando terminó, su frente quedó apoyada sobre la mía


Noté cómo su cuerpo irradiaba calor. Me pregunté si ese calor lo habría iniciado yo.


–Paula – me susurró – Paula...


Y mi corazón volvió a latir desbocado.


Tal vez, me había arriesgado demasiado. Tal vez, era tarde para tratar de no enamorarme. Tenerle así, junto a mí,
hechizada por sus ojos, y jadeando tan sólo por un suave beso, tan atractivo, tan viril y al mismo tiempo, escuchando los latidos de su corazón, que sonaban confusos por mí cercanía, tan frágil, y a la vez tan fuerte... Era una combinación demasiado mágica, como para poder resistirse.