martes, 5 de diciembre de 2017

CAPITULO 35 (PRIMERA HISTORIA)





Me senté a la mesa y las miradas curiosas de mis compañeros, se dirigieron directas sobre mí.


– Es-tás ho-rri-ble – especificó Esteban de forma bastante clara.


– Gracias – contesté todavía hiposa.


– ¿Qué te ha sucedido? – pregunto Mercedes un poco preocupada.


Decidí no hablar, no podía, así que levante mi mano desnuda sin el anillo de casada.


A ninguno le hizo falta más explicaciones. Me miraron con comprensión, y me dejaron de lado, a mi ritmo, mientras Mercedes nos deleitaba con la narración de sus maravillosos días en el cuartelillo, imaginándose mil y una ocasiones para llevarse a la cama a Pedro.


– ¿Sabes? – me dijo – Pedro, ha dejado también a su mujer.


Abrí los ojos curiosa. ¿Él la había dejado?


No entendía nada.


– ¿Cómo lo sabes? – pregunté en voz baja.


– Le escuché hablar con ella por teléfono. No se cortó un pelo. Sólo escuchaba media conversación, pero pude adivinar el resto. Al parecer – continuó con voz misteriosa – su mujer le estaba engañando con otro, y él lo sabía.


Mercedes hizo una pausa dramática para darle más emoción.


–Ella, se ha quedado embaraza del otro, pero algo ha pasado entre ellos, y su mujer, quería que él la perdonara.


– ¿Y qué pasó? – pregunté ahora más interesada.


– Pedro, le dijo, de forma literal: “Sara no hay nada que perdonar. Ya no me importa. He encontrado una luz al final del camino, una luz que ha devuelto la claridad a mi sombría vida”.


No supe qué decir. El corazón me latía de forma descontrolada, y las mariposas, que habían estado dormidas los últimos días, batían sus alas con fuerza, con demasiada fuerza, tanto que temí que creasen en mi interior un huracán que lo arrasara todo aún más.


– ¿No te parece la declaración más hermosa del mundo? – preguntó suspirando a la vez – Yo creo que es perfecto,
es muy atractivo, tiene un cuerpo de infarto, hasta su mal humor me pone, en la cama tiene que ser... uf.


Si, uf, pensé yo. En la cama y fuera de ella, es uf.


La hora del café acabo demasiado rápido. Pero estaba algo más calmada. Me dirigí a mi puesto y comencé con mi reciente y nueva actividad.


Trataba de no mirar a Pedro, aunque sentía su mirada clavada en mi espalda, y trataba de no hacer caso a los escalofríos que me causaba.


Trabajamos como dos adultos civilizados. Hablábamos cuando teníamos que hablar, y nada más. Sólo y exclusivamente de trabajo.


El día acabó y antes de irme a casa, pasé a por otro chute de cafeína. Mercedes, estaba también allí, supuse que me esperaba para cotillear sobre mi reciente separación.


– Te esperaba – dijo – ¿Estás bien? ¿Necesitas a una amiga?


– Gracias Mercedes, ya he llorado todo lo que podía y más. Estoy seca. Pero aún así, te lo agradezco.


– Ya sabes, que cuando quieras estoy aquí.


– Bueno, toma el café conmigo, me hará bien.


Nos sentamos en nuestra mesa de siempre, yo pasaba el vaso de café de una mano a la otra, dándole vueltas a todo
lo que había sucedido.


Mercedes decidió animarme contándome las anécdotas que me había perdido, pero no la escuchaba. No prestaba atención hasta que oí, disparo y Capitán.


– ¿Perdona? – dije.


– Pues eso, que no saben cómo paso el arma, pero la tenía y cuando Alfonso le dio el alto, este saco el arma y disparó.
No tenía buena puntería, porque no le hirió, sin embargo uno de los chicos, Luis, salió mal parado. Gracias a que llevaba el chaleco antibalas...


Me levanté y fui hacia el cuartelillo con el corazón repiqueteando en mis oídos. ¿Estaba bien? Tenía que saberlo, ¿le habían dado? Habían estado a punto de herirle y yo no podía pensar en otra cosa que no fuese que haría si él no estuviese.


Entré en el cuartelillo con la respiración entrecortada, al verme así de alterada, se acercó a mí preocupado por mi
aspecto.


– ¿Te dispararon? – pregunté con el alma encogida.


– ¿Mercedes? – preguntó.


– Sí – sólo puede decir.


– No fue nada, gajes del oficio – su voz era ahora dura, seria.


– ¿Y los demás?


-Rasguños. Pero nada serio.


Asentí más tranquila.


– No es justo – protestó de repente.


– No es justo, ¿el qué?


– Que parezca que te preocupas por mí. Me da esperanzas.


Agaché la mirada, sin saber qué decirle. No había nada que decir de momento.


– Lo siento.


– No lo sientas, tú no tienes la culpa.


– Siempre me dices eso.


– Lo sé. Pero es la verdad, esta vez sobre todo, la culpa es mía


Le miré un momento a sus ojos cambiantes.


– Son de diferente color.


El me miró sorprendido.


– Casi nadie se da cuenta.


– Uno es más azul, el otro más verde. Yo me di cuenta, la primera vez que te vi – me di la vuelta y comencé a
alejarme.


– Paula – me llamó.


– ¿Si?


– Te estaré esperando, tan sólo llámame, y allí estaré. No voy a rendirme.


Cerré la puerta. Necesitaba poner una barrera entre nosotros, si no, mucho me temía que me desmoronaría en sus brazos, y aún no estaba lista para ello.




CAPITULO 34 (PRIMERA HISTORIA)





Pedro, me miró un momento con intensidad, y después a nuestro alrededor. Demasiado público. Me agarró por la muñeca y me llevó a rastras hasta el cuartelillo. Para mi sorpresa, no había nadie. Me encerró en su despacho, cuando la puerta se cerró, cogió la llave, se aseguró que estaba bien cerrada, y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.


No podía evitar estar enfadada con él, deseaba gritarle, arañarle, abofetearle, besarle y acariciarle, tenerle dentro de mí, y a la vez a kilómetros de distancia, todo al mismo tiempo. Él siempre causaba ese efecto múltiple en mí, no se conformaba con una sola cosa.


– Ahora, vas a escucharme.


– No lo deseo. Tus palabras carecen de sentido para mí.


– Está bien, si no quieres hacerlo por las buenas, lo harás por las malas.


– ¿Qué más piensas hacer aparte de tenerme aquí encerrada? – Me agarró de nuevo, me sentó en una silla y antes de que me quejase, me había esposado con las manos hacia atrás, en ella.


Estaba inmovilizada en el sitio.


– Aunque no quieras me vas a oír. Y cuando termine de contártelo todo, te dejaré elegir. Si deseas que me aleje de ti, que desaparezca, lo haré. Si no quieres volver a trabajar conmigo, lo haré, si quieres que deje este puesto, lo haré a pesar de las consecuencias, sólo quiero que por favor, me des la oportunidad de explicarme.


– ¿Me queda otra opción? Estoy encerrada y esposada.


– Las cosas iban mal entre nosotros, entre Sara y yo – especificó – desde hacía varios meses. Una de esas crisis de las que hablan, sin importancia, pensé, pero algo en mí, me decía que era algo más profundo.
Decidí no darle más importancia, ya pasaría. No hablábamos mucho, ella desaparecía a veces, comenzó a ir a jugar al pádel todas las tardes, llegaba tarde, a veces apestando a alcohol y tabaco.
No quería pensar que ella me engañaba, así que decidí, dejar de lado mi instinto y confiar en la que era mi esposa.
Una noche, en la que perseguía a un sospechoso, vi a mi mujer en la puerta de un local. Salía de él, sonriendo, con su raqueta colgada del hombro. Me quedé mirándola, pensando que me alegraba verla feliz de vez en cuando, últimamente nunca sonreía estando conmigo.
Detrás de ella, su compañera de pádel, Raquel y tras ellas dos hombres.


Abrí los ojos, uno de ellos sin duda era Víctor, y seguramente el otro Javi.


– Sí, era tu marido Paula– dijo para confirmar mis sospechas – Me quedé oculto en las sombras – continuódándole
ventaja al sospechoso, que escapó de mi radar por distraerme con ellos. Me mantuve firme, en mi sitio, pensando que sólo era un grupo, que tal vez, ni siquiera ellos estaban con ellas y que había sido todo una coincidencia. Hasta que lo vi, besando a mi mujer.
No sabes, cómo me sentí al descubrirla entre los brazos de otro. Su beso fue largo, tierno, suave, cómplice. Se miraban y sonreían
Sara dijo algo al grupo y todos rieron. Comenzaron a besarle en la cara y entonces, tu marido le tocó la barriga y la estrechó entre sus brazos. Creí que me moría allí mismo, entre las sombras oscuras del callejón sin salida. No me hicieron falta palabras para saber que había sucedido. Ella estaba con otro, que por cierto la había dejado embarazada. Fue un mazazo.
Salí de allí, de aquel oscuro hueco en el que me había escondido, antes de que me engullese hasta el fondo. Lloré. Estaba triste, me sentía engañado, decepcionado, herido. Por Dios, si ella ni siquiera quería tener hijos, me lo había dicho tantas veces. Pero me había quedado claro, no los quería conmigo...


Miré a Pedro, se había sumergido en la oscuridad de su confesión. Estaba triste, dolido, apenado, tal vez, sí que amase a su mujer, más de lo que quería confesarse a sí mismo.... y eso me dolió todavía más. Que la amase. Que la amase, más que a mí.


– Pasaron los días, cada vez la veía menos. Apenas hablábamos, ella trabajaba cuando yo descansaba y así evitaba verme. Pensé en decirle que la había descubierto, que lo sabía todo...pero no podía, me empeñé en hacerla una víctima inocente en ese juego. Así que centré mi rabia en tu marido.
Una noche, después de despedirse de ella, lo seguí. Así averigüe dónde vivías.
Tentado estuve de salir del coche y decirle alguna que otra cosa, pero entonces, tú apareciste en el umbral de la puerta del edificio.
Llevabas, nunca lo olvidaré, un vestido negro, creo que el mismo de la primera noche que quedamos. Te vi, y se me detuvo el corazón, eras la mujer más hermosa que había visto nunca. En ese momento, me olvidé de ellos, sólo pensaba en ti, en cómo sufrirías si lo llegabas a descubrir. No puedo explicártelo de otra manera, pero fue así, créeme, algo nació en mí, un afán de protegerte, de tenerte a mi lado. Tú estabas sufriendo el mismo destino desdichado que yo... y deseaba protegerte.


– ¿Me estuviste siguiendo a mí también? – no pude evitar la pregunta.


– No, nunca lo hice. Sólo de vez en cuando, pasaba por tu calle, rezando por que la fortuna me sonriese y estuvieses por casualidad en la calle. Pero no volví a verte. Me entristeció pensar que tal vez, lo habías descubierto, y te habías marchado o que tal vez, él te hubiese dejado...
Llegaba a casa cada día, todo iba a peor, yo sabía que ella estaba embaraza y me pregunte cuando pensaba decírmelo.
No debía de estar de mucho tiempo, pues no tenía síntomas algunos. Un día, al regresar a casa, la encontré llorando. No me dijo qué le sucedía, pero me pude hacer idea bastante clara, cuando esa noche, después de meses sin acercarse a mí, trato de mantener relaciones conmigo.
Deduje, que habían discutido y que habían roto, ella trataría de hacerme creer que era mío. Eso fue superior a mis fuerzas. No deseaba decirle nada, quería que ella me lo contase, ella que era la que estaba fallando.
La rechacé y eso no hizo sino incrementar el abismo que nos separaba. No dormí esa noche, tratando de hacerme una idea de cuánto tiempo llevarían juntos, si le amaba, si él la amaba a ella, y lo que más me desconcertaba, es que no cesaba de pensar en ti, de evocar la única imagen que tenía de ti.


– ¿El accidente – pregunté – fue premeditado?


– No, Paula. La verdad es que en cierta manera, no te mentí, porque en verdad me había distraído, no con tu precioso culo, que lo es y sabes que me vuelve loco.


– No desvaríes, no estoy de humor – le corte enfadada, pero enfadada, porque me gustaba oírle decir esas cosas.


– Lo siento – se disculpó.


No parecía el mismo hombre seguro y feliz, ahora parecía cansado abatido. Y mayor.


– Me distraje al verte. Me pareció que eras tú, pero sólo tenía un vago recuerdo. Aún así, algo me gritaba que estaba en lo cierto, que eras tú. Tratando de aclarar si en verdad eras tú, o no, fue cuando sin querer, no frené y te embestí – lo dijo mirándome a los ojos, él había utilizado esa palabra con conocimiento de causa.


Un largo escalofrío me recorrió de arriba abajo, desde luego, por más que quisiera luchar contra ello, el efecto que él tenía en mí, de encenderme con sólo una mirada, con sólo una palabra...no había menguado.


Si seguía por ese camino, acabaría entre sus brazos de nuevo, perdonándole, y no deseaba que eso sucediera.


– ¿Y después? – pregunté para cambiar el rumbo de mis pensamientos.


– ¿Después?


– Sí, cuando supiste que era yo...


–Yo... me sentía atraído por ti, pero cuando bajaste del coche, enfadada, con los ojos tan llenos de vida, una pasión que nacía de tu enfado, al verte con tus manos apoyadas en esas caderas que adoro, y me hablaste sin filtros, sin importarte quien pudiera ser, sin miedo... me calaste Paula, muy hondo. Todo lo que te dije, desde el primer momento, era cierto. Al principio, quería convencerme de que tan sólo era un juego, que sólo pretendía herirle al poseer a una mujer tan especial como tú, tan solo por verlos sufrir a ellos dos. Víctor sufriría tu perdida, y Sara, sufriría por verle padecer por ti. Pero luego, cuanto más cerca estaba de ti, más atrapado me sentía. Necesitaba verte, tenerte, sentirte, eras todo lo que necesitaba para ser feliz...
Y lo eres Paula. Yo estoy completa e irremediablemente enamorado de ti. Ya no me importan ellos, que tengan una
vida plena y feliz, criando a sus hijos, yo sólo deseo tenerte en mi vida.


– Entenderás, que no puedo creerte.


– Me lo he ganado a pulso, y cumpliré mi condena.


– No puedes. No existe condena que pueda compensar todo el dolor que me has causado.


– Paula...


– No, no me digas más. Quiero saber otra cosa. ¿Hay alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que ese hijo sea tuyo?


– Ninguna.


– ¿Cómo sabes que llevan más o menos un año viéndose?


– Lo deduje. Fue cuando ella más o menos empezó a cambiar.


Me quedé pensativa, la verdad es que más o menos, por estas fechas él había estado más huraño y misterioso que de costumbre.


– Desde la competición...-- susurré.


– Así es – afirmo el sabiendo que había llegado a la misma conclusión que él – ¿podrás perdonarme, alguna vez?


– No lo creo.


– Paula, recuerda, que te lo advertí, que tal vez, pasara algo entre nosotros desagradable, pero que lo que decía, y
sentía por ti era cierto.


– ¿No lo entiendes verdad? No puedo creerte. Aunque quisiera, porque el dolor que me hace sentir tu traición me desgarra por dentro. Siento deseos de perdonarte, de acurrucarme entre tus brazos y dejarme mecer. De que tus labios me besen con pasión, con amor... pero no puedo permitirlo. Estás sucio, tus besos, tus caricias, tus palabras, todas forjadas en torno a una gran mentira. Solo querías utilizarme en un juego destinado a calmar tu despecho, sin importarte a quien herías...


– Pero... yo te quiero Paula.


– Puede. Pero eso ha sido algo que ha escapado a tu control. No puedo confiar en ti de nuevo, no cuando no fuiste sincero. No te atreviste a confesar la cruda realidad que nos había unido, dejaste, que creyese que de verdad me amabas, que teníamos un futuro juntos, que lo dejarías todo por mí, cuando resulta que tú sabias que tu matrimonio estaba muerto, tan muerto, que ibas a paso lento recorriendo el camino hasta el cementerio. Aún así, me permitiste soñar de nuevo, con una vida feliz.


– Paula, nunca he pretendido hacerte daño, sino todo lo contrario.


– Pues has hecho un mal trabajo, me has hecho más daño, que cualquier otro en mi vida – mis lágrimas eran dos torrentes escandalosos imposibles de refrenar.


Pedro, me miraba, cabizbajo, la mirada triste, tal vez, en verdad hubiese llegado a amarme, pero ahora mismo, estaba demasiado reciente la herida, demasiado expuesta, y aún escocía mucho. No podía perdonarle, ni siquiera tenía claro que pudiese verle todos los días. Había sido un acto muy arrogante por mi parte, creer que podría
soportarlo.


Cerré los ojos, y traté de calmarme.


Seguía esposada a la silla, sin poder moverme. Él se había acercado hasta mí, y se había puesto de rodillas.


– Por favor, Paula, mírame.


Abrí los ojos no sin esfuerzo. Le vi postrado frente a mí, sus manos en mis rodillas, frotándolas de forma enérgica, queriendo calmarme.


– Por favor – susurré entre lágrimas – no me toques.


– Paula, no me pidas que me aleje de ti, por favor – me suplicó él con lágrimas en los ojos.


– Lo siento, no puedo, ahora no. Desátame y déjame marchar. Ya te he escuchado.


Él bajó la cabeza, se había rendido, lo había intentado todo y no había conseguido hacerme cambiar de opinión.


Me soltó sin hablar, sin volver a mirarme de nuevo.


Cuando sentí mis manos libres, me levanté como pude, sacando fuerzas de donde no había, y espere que abriera la
habitación.


Salí y suspiré aliviada al ver que los muchachos aún no habían regresado. Me coloqué de nuevo la ropa en su sitio y me dirigí discretamente hacia el baño.


Me refresqué la cara con agua fría, para intentar disimular la inflamación. Después volví a poner el maquillaje en su sitio. No colaba ni de coña, pero había que intentarlo.


Pinté una falsa sonrisa en mi cara y me fui a tomar el café de la mañana.




CAPITULO 33 (PRIMERA HISTORIA)





Después de diez días, me sentía algo mejor. Los compañeros me habían acosado a mensajes, preguntándome por mi salud, y extrañados por tan larga ausencia.


Aún estaba herida. Había rechazado las llamadas de Víctor y de Pedro. No deseaba tener contacto con alguno, pero por el momento con Pedro al menos, me iba a resultar imposible.


Hoy tendría que verle, sacar fuerzas y coraje de allá dónde quisiera que estuviesen ocultas y enfrentar mi nueva vida.


Miré mi mano desnuda sin la alianza, y decidí, que no me molestaba, lo que más me había dolido sin duda, había sido la traición de Pedro.


Víctor por su parte podía quedarse donde lo había mandado, a la mierda.


Me había sorprendido, que durante los últimos días, no había dejado de llamarme, ponerme mensajes e incluso, se había atrevido a tocar a mi propia puerta. No entendía qué pasaba, mientras nuestra situación no estaba clara, no hizo nada para arreglarlo, y ahora...


No quería nada de él, ni necesitaba nada suyo. Me había puesto en contacto con nuestro abogado y se estaba haciendo cargo de todo. Al habernos casado en régimen de separación de bienes, no íbamos a tener peleas ni discusiones sobre qué cosa era para cada uno.


Cómo me alegraba en este preciso momento, de dejar que mi abogado me convenciera de ello.


El piso era mío, así que poco más había que decir. Sus cosas las había puesto de muy buena gana en la escalera,
ante la mirada atónita de las vecinas cotillas.


Víctor las había recogido, mientras lo espiaba por la mirilla. Estuvo a punto de tocar en la puerta, pero algo lo retuvo.


Observé por la ventana, como se montaba en su coche. No iba sólo. Llevaba de copiloto a Sara, la todavía mujer de Pedro y a su futuro hijo.


Ese día, tuve un momento de debilidad con respecto a Pedro, podía entender lo mal que lo habría pasado al descubrir a su mujer con otro, y más aún, cuando se diese cuenta de que el hijo que esperaba ella no era suyo, por qué era de Víctor, ¿o no? ¿Tal vez esa mujer había jugado a dos bandas y no sabían de quién era?


No, tenía que ser de Víctor O eso era lo que yo deseaba.


Recordé las indirectas de Pedro, que ahora cobraban todo el sentido del mundo; “cada vez que empeora tu matrimonio, el mío lo hace también”.


Sus caras poco amistosas, ante mis comentarios inocentes y aún así acertados. Había dado en el clavo, quién me lo iba a decir, para una vez que acierto con algo en la vida, y es con eso....


Me miré en el espejo retrovisor, a pesar de las terribles ojeras, y de la evidente pérdida de peso, no estaba muy mal, seguramente, se tragaran que había tenido una gastroenteritis aguda.


Aparqué el coche en mi plaza de garaje y me dirigí hacia el despacho de mi jefe. Toqué suavemente a la puerta y su voz me dio permiso para pasar.


Cuando entré, me quedé helada. Creía que me había preparado para ese momento, que estaba lista, pero había sido otra mentira dicha a mí misma.


No lo estaba, le miré un instante y aparté la vista. Apreté las manos formando con ellas fuertes puños y miré a mi jefe.


-Buenos días- dije con la voz rota tragándome las lágrimas.


– ¡Qué alegría verte por aquí, Paula! ¿Estás mejor?


– Bueno, no del todo, pero necesitaba incorporarme al trabajo.


– Estás demacrada Paula, ¿seguro que no necesitas más descanso?


– Seguro.


– ¿Preparada para incorporarte entonces?


– Sí, lo estoy.


No miré ni una sola vez a Pedro, me obligué a no hacerlo, aún así, notaba su mirada abrasándome la piel.


– Pues bien, incorpórate, que suerte que el Capitán Alfonso esté aquí también – sí, que gran suerte, pensé – ¿Qué ibas a decirme Pedro?


– Nada. No tiene importancia. Ya no... ¿Vamos, Paula? – preguntó con la voz rara. No parecía la suya, tuve que mirarle para cerciorarme de que había sido el quien había hablado.


– ¿Aún estoy a su servicio? – pregunté a ninguno de los dos.


– Sí – dijo Pedro – aún me perteneces – y lo dijo con su voz, la que conocía y que lograba que todo el vello de mi cuerpo se erizase.


Asentí sin hablar. Sería una dura prueba, pero tenía que pasarla, curarme de él.


Me abrió la puerta y salí. Sin esperar ninguna otra orden. Me dirigí hacia la zona donde se encontraba el cuartelillo. No me crucé con ninguno de mis compañeros, y en verdad me habría gustado verlos.


– Estás muy delgada – comentó – y tienes ojeras.


Decidí no hablarle, eso sería lo mejor, nada que no fuese relacionado con el trabajo.


– Te he echado de menos, mucho, pensé que me iba a volver loco. He esperado que me llames, que me cogieses el teléfono, que vinieses a trabajar...


Silencio eso obtendría de mí. Nada más.


– ¿No piensas hablarme Paula?


Más silencio, un silencio sepulcral, había levantado un muro entre nosotros.


– ¿Ni siquiera, voy a poder explicarme? ¿Contarte todo lo sucedido?


Mis murallas flaquearon, estaba a punto de reventar. Y eso hice.


– ¿Para que me cuente más mentiras, Capitán Alfonso? No gracias, ciñámonos a lo estrictamente profesional. Si no, pediré que me releven.


– No lo permitiré – dijo con su tono de soy el que manda aquí.


– Entonces – dije mirándole directamente a sus ojos – enfermaré hasta conseguir que me den de baja, durante una
larga temporada.


Me miró abatido, casi parecía arrepentido, como si de verdad, le importase.


– Lo siento tanto muñeca – me susurró, peligrosamente cerca, parecía que le era indiferente que le vieran en esa situación tan comprometida conmigo.


Era tan apuesto, y sus ojos, parecían cansados, tan tristes, como los míos. Por un segundo sentí la impetuosa necesidad de acercarme más a él y probar de nuevo el néctar delicioso que guardaba su boca, pero me reprimí, no podía bajar la guardia, si lo hacía estaría perdida.


– No sabes cuánto he sufrido, me apena no verte, y me entristece ver que estás mal, sé que no has estado enferma, sé lo que te sucede realmente.


– Por supuesto que sí, tú eres uno de los implicados en mi desdicha, así que tú sabes la verdad.


– Nunca pretendí...


– ¿Y que pretendías Pedro? – interrumpí –. ¿Qué querías obtener cuando te acercaste a mí?