domingo, 26 de noviembre de 2017

CAPITULO 6 (PRIMERA HISTORIA)






Cuando llegué a casa, me encerré en el baño, y da gracias a que Víctor aún no había llegado del trabajo.


Llené la bañera de agua caliente, tanto que casi quemaba mi piel fría. Restregué mi cuerpo, para deshacerme del rastro de sus caricias, que parecían haberse tatuado en mi piel, a pesar de que me había tocado con la ropa puesta.


Me cepillé los dientes tres veces, con el mismo objetivo. 


Nada sirvió. Sentía sus caricias ardientes y el sabor de su boca en mí. Su olor y sabor habían penetrado muy adentro. Demasiado para tan corto espacio de tiempo. 


¿Cómo había sucedido? De pensar que era un arrogante engreído al que odiaba, ahora me sentía fría y vacía sin él. Era de locos. Eso era, me estaba volviendo loca, algún ataque de estrés postraumático por conocerle o algo así


Miré la hora, casi las cinco. ¿Tanto tiempo había pasado en el baño? Husmeé por la casa, pero ni rastro de Víctor


Cogí mi móvil para llamarlo. ¿Estaba en casa? Podía escuchar su timbre. En la casa. Seguí el sonido, provenía del dormitorio.


Se lo había dejado olvidado en la cama.


Qué raro, pensaba que esta mañana, la cama la había hecho yo, y no recordaba su móvil en ella. Además, él se había marchado antes que yo, unos minutos antes, tal vez, volviese a por algo, y se le cayese.


Levanté el móvil, y colgué el mío, era inútil llamarlo, estaba claro que no iba a contestar, pero, ¿dónde se habría metido a estas horas? ¿Por qué no avisar? En el trabajo tenía teléfono, podía haber llamado desde allí.


Mientras mi mente volaba, el móvil vibró en mis manos.


Mire hacia la pantalla y lo vi, el mensaje.


“Partido de pádel mixto confirmado. Tú y yo, contra dos pivones. Ésta tarde a las seis. Después unas cervezas, o
lo que surja : )”. Jorge.


¿Qué demonios era esto? Si él no jugaba al pádel con chicas, Víctor, jugaba sólo con chicos. Ese había sido el acuerdo, pero estaba claro por el mensaje, que él no cumplía su parte del trato, y que me engañaba de forma descarada.


Resultaba que se dedicaba a jugar al pádel con tías con las que quedaban y después se iban de cervezas con ellas.


Muy bien. Estupendo. Y mientras la ignorante e imbécil de su mujer, en casita preparando la cena o trabajando.


Genial.


¿Cuántas veces lo habría hecho? ¿Cuántas me habría engañado? ¿Se acostaba con otras, y por eso me dejaba tranquila? ¿Me habría engañado? ¿Cuántas veces?


Las preguntas acudían a mi mente en masa, desordenadas, desconcertándome aún más. Estaba perpleja, no sabía si llorar, reír, o las dos cosas a la vez. Estaba claro, que me había vuelto a equivocar, el día de hoy, sí que podía ser peor. Mucho peor.


Me senté sobre la cama. Necesitaba averiguar cómo me sentía


Debía sentirme triste, herida, mal, pero no era así La triste realidad me golpeó. Me daba igual. Yo sabía, él sabía, sabíamos, que lo nuestro no tenía futuro. Sólo era una situación cómoda.


Al principio fuimos felices, durante un tiempo, pero después, cuando el encantamiento y las ganas de él por tenerme, quedaron atrás para dar paso a la realidad, las cosas cambiaron. Todo empeoró cuando no llegaron los niños. No sabíamos que sucedía, hasta que nos hicieron pruebas.


No éramos compatibles, mi cuerpo rechazaba su esperma, como si de una reacción alérgica se tratase, acabando con las posibilidades de tener hijos.


La verdad, es que yo no deseaba tener hijos, no en aquel entonces al menos, ahora, me moría de ganas, y ya con treinta y cuatro años, cada vez era algo que se me hacía más difícil de cumplir. Así que poco a poco, me fui haciendo a la idea, de no ser madre nunca.


Tal vez, me plantease sacar de un orfanato a algún niño desdichado, y salvarlo de dar vueltas como lo hice yo, de un lado a otro.


Ahora, quedaba la cuestión de qué hacer con el mensaje. 


Sopesé lentamente la respuesta a la incógnita que me rondaba. ¿Me enfadaba, gritaba y pataleaba hasta que confesara? ¿O, tal vez, era mejor, continuar hacia delante ocultando que conocía su secreto?


No necesité pensar mucho, en ese momento, en el que decidía sobre mi relación, Víctor apareció, y me vio con el móvil en la mano.


Por mi mirada el adivinó que algo andaba mal, y supo qué era. Lo supo, porque él era el que estaba fallando.


– Puedo explicarlo – soltó torpemente.


– No, no puedes – dije y mi voz sonó cortante.


– No es lo que parece.


– ¿Estamos en alguna película y no me enterado? ¿Qué somos? ¿Actores de pacotilla interpretando una vida mísera y triste?


– En serio Paula, no es lo que parece.


– ¿Qué es lo que no parece?


– No te engaño.


– ¿No lo haces? ¿Por qué? Porque no tienes la oportunidad, aunque al parecer, la buscas- y le lancé el teléfono a la cara.


Él lo cogió al vuelo y yo me maldecí por no haberlo roto contra el suelo. Al menos, así tendría que gastarse otros quinientos euros en uno nuevo.


Estaba afectada, ahora al tenerle frente a mí, me daba cuenta. Estaba dolida porque él había insistido tanto para tenerme, me juró que nunca me haría daño, que sería feliz con lo que le diese. Mentira, todo mentiras.


– No, no, sólo es un partido.


– Mientes.


– De verdad. No había otro...


– ¿No había otro? ¿Qué dedo me chupo?


–Paula...


– No me mientas más, prefiero la verdad. ¿Te has acostado con otra?


– Nunca.


– ¿Pero lo has deseado?


Silencio. Esa fue la respuesta. No hacía falta más.


Elegí ropa de mi armario y salí de la habitación tan dignamente como pude, mordiéndome el labio para evitar que las lágrimas delataran que él me había herido. No deseaba que supiera, que podía hacerme daño, y lo utilizase. Me vestí en el baño, un vaquero y un jersey de lana.


Cogí las llaves del coche y salí sin más. Iría hacia las oficinas del seguro, y arreglaría lo del coche. Necesita saber que era capaz de arreglar algo, aunque sólo fuese el coche. Más tarde pensaría que hacer con mi vida. Ahora no había tiempo de nada. Estaba sola, más que nunca y lo sabía, pero toda mi vida había estado sola.


Traté de no pensar en nada más que en conducir.


Llegué a las oficinas y en seguida me atendieron. La chica que se encargaba de tramitar el parte, me dijo que no podía acabar la tramitación, que faltaba un dato importante, sin el cual, ni ellos ni el seguro contrario podrían hacer nada.


Cuando pregunté cuál y ella me contestó, sonreí. Era un pillo muy listo este Pedro.


No había puesto el número de matrícula de coche, ni tampoco sus apellidos.


Así que se había asegurado por adelantado, que nosotros nos volviésemos a ver, está bien, si él quería jugar, jugaríamos. Ahora, Víctor me había dado una razón para no sentirme culpable con el juego. Él me había herido, y se merecía que lo hiriesen.


Regresé a casa. No había nadie. Así que después de todo, el cabrón se había ido a hacer lo que se supone que tuviese que hacer. A pesar de irme enfadada, se había largado a jugar su estúpido partido de pádel, con esos dos pivones. 


Muy bien, él se lo había buscado.


Saqué del armario un vestido negro, ceñido, sin mangas y hasta la rodilla. Me puse unas medias negras y unos botines preciosos y súper cómodos de mi diseñadora favorita, Pura López.


Acabé el conjunto con una chaqueta gris perla y puse unos pendientes en mis orejas desnudas. No sabía qué hacer con mi melena, así que la dejé suelta y algo despeinada. No quería que pensara que iba así por él, aunque lo fuera.


Me puse un poco de Valentina, y ya estaba lista.


Una cosa más, me quité el anillo de casada, ésta tarde, y puede que ésta noche, no lo estaría.


Bajé al garaje y me monté de nuevo en mi X1 con la parte de atrás destrozada. Me voy a buscar un lio con la
matricula, algún Guardia Civil amable seguro que me ayuda. 


Sonrío por la ocurrencia.










CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)





¿Pero es que este hombre está enfermo? No se reprime desde luego, y tiene unas ocurrencias... lo peor de todo era que había formado en mi mente de nuevo otra imagen, donde yo estaba atada al tronco de un árbol, en lo más profundo de un bosque, y él me iba desnudando lentamente, mientras sus labios y sus manos recorrían mi cuerpo dolorido por su anhelo.


¿Cómo era posible? Era peligroso, lo era, mucho más que un asesino, porque él podía matar mi alma, mi corazón, mi cuerpo y mi espíritu. Podía arruinarme por completo, dejarme llorando en un rincón oscuro por siglos, y me juré a mí misma que después de él, ninguno más me iba a hacer sufrir. Por eso me casé con Víctor Para no sufrir, al menos no de la manera en que Francisco me lastimó.


Así que no volvería a saber de ese hombre extraño y oscuro nunca más.


Tomé un sorbo de mi café, y miré hacia la puerta. Comencé a sentirme nerviosa. Tan sólo quería terminar ya con esta tortura.


– Pareces nerviosa.


– Lo estoy, debo hacer varias gestiones, y siento que estoy perdiendo el tiempo.


– Eso me ha dolido.


– ¿El qué?


– Que pienses que soy una pérdida de tiempo.


– Lo es. Esto no nos llevara a ningún lado. No pienso acostarme contigo, no tengo la intención de pedirte, que me hagas tuya, que me esposes en el calabozo, ni que me ates a un árbol. No va a pasar, salvo tal vez en nuestras mentes, así que si nada de esto nos lleva hacia ningún lugar, ¿para qué seguir? Es una pérdida de tiempo.


– Para mí, que admitas que lo piensas, ya es un triunfo, y por supuesto, que no es ninguna pérdida de tiempo.


– Pues lo es. No voy a engañarle. Él ha sido el único hasta el día de hoy, que no me ha lastimado.


– Él te aburre.



– Sí, puede ser, pero al menos, es algo seguro – ¿por qué habría admitido eso ante él?


– Los riesgos, nos dan vida.


– ¿Por eso eres Guardia Civil?


– En parte. El riesgo de saber que puedo morir en cada operación que hacemos, me mantiene alerta. Vivo. Hubo un tiempo, en el que me sentí muerto. No quiero que vuelva a suceder.


– Déjala. Si no la amas, déjala.


– Si la quiero, es sólo que no la deseo, no como a ti.


– Estás a tiempo, eres joven aún, busca con quien ser feliz, y déjala a ella ser feliz también.


– Ella es feliz.


– Así que lo quieres todo. A tu mujer y también una muñeca con la que jugar entre las sábanas hasta que te canses.


– Nunca me cansaría de ti.


– Palabras vacías.


– No lo son.


– Me parece que sí. Por favor, vámonos. Es tarde.


– Como quieras.


Pedro pagó los cafés, salimos de nuevo a la fría realidad y me llevó de vuelta a la civilización. Estuvo extrañamente callado todo el trayecto. Pensativo.


Le miraba de vez en cuando de reojo, y podía notar la tensión creciente. Agarraba el volante tan fuerte, que pensé que dejaría sus huellas marcadas en él, los ojos fijos en la carretera, y apenas respiraba. Parecía enfadado.


– ¿Estas enfadado? – le pregunté, y al segundo me arrepentí.


Detuvo el coche en seco.


– Sí, lo estoy.


¡Oh no! Ahora, es cuando acaba con mi vida, por no querer estar con él, pensó la parte dramática de mi mente.


El pareció notar el miedo en mí.


– No me temas, nunca te haría daño.


– Por tu expresión parece que sí que lo harías.


– Voy a dejarte tranquila. No deseo incomodarte más. Tan sólo, quiero una cosa a cambio.


– No voy a acostarme contigo.


– No, no es eso. Eso quiero que me lo supliques.


– Entonces, dime.


No dijo nada, se acercó hacia mí, el coche parecía muy  pequeño para nosotros. Su boca de nuevo se apoderó de la
mía. Yo me mantuve firme con los labios apretados, entonces, su mano traviesa se deslizo hacia mi nuca masajeándome de forma abrumadora. Un gemido involuntario se escapó de mis traicioneros labios. Él aprovechó la oportunidad que buscaba y penetró mi boca con su lengua. Su lengua, acariciaba todos los rincones de la mía, bebiendo, saboreándome, impregnando cada rincón de mí, con su dulce y picante sabor.


Antes de poder evitarlo, mi lengua se había unido a la suya, era una lucha de poder, se convirtió en algo insólito, mi lengua quería ganar la batalla y se hizo con todos los rincones de su boca, igualándose a la suya en arrogancia y osadía.


El gimió. Yo jadeé.


Nos separamos un instante, y lo vi.


Sus ojos oscuros, ya no eran cada uno de un color diferente, los dos estaban impregnados del color de la pasión, nublados y oscurecidos por el deseo de estar dentro de mí, de que me entregase. Era una plegaria oculta en sus ojos. Ellos me pedían que suplicara, pero no lo haría. 


Puede que nos besáramos, pero la cosa no iba a llegar más lejos.


– Pídemelo – me susurró mientras su lengua hacía estragos en mi oreja, y en mi cuello –. Pídeme que te devore, dilo. Tan sólo dilo. Devórame.


Me negué, nunca se lo pediría, por más que lo deseara, por más que sintiera que me deshacía en mi asiento.


Deseaba volver a mi aburrida y típica vida infeliz y monótona. Mi vida, esa vida en la que al menos, me sentía segura en los brazos sinceros de Víctor


– Nunca – conseguí balbucear a duras penas.


Su boca de nuevo castigó a la mía. Sentía sus manos por mi cuerpo, la espalda, la cintura, cómo su cuerpo trataba de acercarme más hacia él. Pero no era posible dentro del coche, y desde luego no tenía ninguna intención de salir del vehículo.


– Pídemelo, por favor – volvió a susurrar.


– Nunca lo haré.


– Acabarás rindiéndote.


– Nunca.


Mi voz sonaba pastosa, mentirosa. Estaba deseando pedirle que me penetrara ahí mismo, en un coche en mitad de la nada. Pero no podía, no debía hacerle eso a Víctor


Me besó de nuevo. Y otra vez. Me castigaba con su boca. 


Cada beso me encendía más.


Nuestro alrededor se llenó de jadeos, gemidos, respiraciones agitadas, cristales empañados, deseo.


No podía continuar, otro beso más y el conseguiría lo que anhelaba.


Toqué mi anillo de boda. Eso me dio algo de fuerzas. Puse mis manos sobre su musculoso pecho y le aparté de mí.


– Por favor, llévame a casa – dije mientras algunas lágrimas escapaban de mis ojos.


Pedro me miró, arrepentido tal vez, no sabría decirlo. Y entonces arrancó el motor, y continuó el camino de vuelta, hasta que me hubo dejado de nuevo, en el aparcamiento del Cuartel.


Bajó del coche. Era medio día. Apenas había nadie por la calle. Todo el mundo en sus casas, para comer, pensé.


Bajé del coche, debía ocupar de nuevo el asiento del conductor. Cuando me puse en pie, noté cómo las rodillas me flaquearon y tuve que apoyarme en el coche para no caer.


¿Qué me sucedía ahora? No lograba entender como una mañana normal y corriente, se había convertido en algo así


– ¿Estás bien? – preguntó junto a mí.


– Supongo que no. Pero no importa.


– A mí sí.


– No es nada.


– No has hecho nada malo.


– ¿Tú crees? ¿Cómo voy a mirar ahora a mi marido a la cara sin sentir vergüenza?


– No ha ocurrido nada. Sólo un beso. Nada más.


– ¿Sólo un beso? Entiendo.


Así que para él había sido sólo un beso y para mí había significado todo y más. Había perdido de nuevo la batalla, pero no se lo haría saber nunca.


– No ha sido nada más, ¿no?


Pedro me preguntaba, esperando que le dijese que había sido mucho más que un beso, pero no podía. Nunca le diría nada que lo alentase. No podía, no era una veinteañera libre en busca de pareja. Además, él estaba también casado. No deseaba herir a los demás, como no me gustaba que me hiriesen a mí, sin embargo, cuando el me tocaba, era tan fácil olvidarse del mundo... Tan fácil, que me aterrorizaba.


– No, nada más. Adiós Pedro.


– No me digas adiós Paula.


– Pero, es un adiós.


– No me gustaría que lo fuese.


– ¿Vamos a quedar a tomar café todos los días como dos buenas amigas? ¿Me vas a acompañar de compras? ¿Vamos a quedar para cenar en pareja?


– No, supongo que no.


– Pues entonces, es un adiós. Este día, nunca ha sucedido.


– Pero ha sucedido.


– Lo olvidaré.


– Yo no.


– Más vale que lo hagas.


– No quiero.


Le miré un momento, estaba firmemente determinado a alargar la conversación, pero yo no. Sabía que me llevaría
de nuevo a su terreno, y ahora, estábamos peligrosamente cerca del maldito calabozo. Se había metido la idea en
mi cabeza y no me abandonaba.


Cerré la puerta y me abroché el cinturón de seguridad. 


Arranqué el motor, y salí de ese sitio sin mirar atrás mientras mis ojos, no dejaban de llorar la perdida adelantada de algo que no tendría, y que me hubiese gustado tener.







CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)





Abro mis ojos, que había cerrado sin darme cuenta, y veo un precioso paisaje. La montaña aún nevada a pesar de estar entrando en la primavera, resplandece bajo los rayos del sol, cegadora. Todo está verde, verde y blanco. Los altos abetos y pinos, están cubiertos por una leve capa de hielo que se derrite en millones de gotitas al calentarse por el sol. Se pueden ver algunos pequeños riachuelos, formados por la nieve que se deshace. Algunas flores, asoman su belleza tímidamente en ese paraje que te deja sin aliento.


Y ahí, está. Una pequeña cafetería. Una casita de madera oscura, en mitad de la nada, de una nada maravillosa, que me tiene hechizada. De la chimenea sale un humo que calienta con solo mirarlo, y te invita a entrar a la calidez del lugar.


Caminamos hasta la puerta que él me abre amablemente, un gesto que desde luego no esperaba de alguien como él. Entro y el interior no me defrauda. Cálido y familiar, casi como el abrazo de alguien que te ama.


La chimenea crepita alegre calentando los huesos, sobre ella, algunas fotos de gente famosa que han pasado por allí. Las mesas, son de la misma madera rustica que la cabaña y las sillas están forradas por cojines llenos de plumas, tanto que parecen palomitas a punto de estallar a causa del calor del fuego del hogar.


Pedro, elige una mesa al fondo. En vez de sillas, tiene un gran banco de madera, mullido por los cojines y los asientos acolchados. Parece muy cómodo.


Me deja sentarme la primera y él se dirige a la barra. Habla con el camarero y regresa. El lugar está poco frecuentado. Sólo hay dos mesas ocupadas con una pareja joven, y un trío de chicos con los snows apoyados en sus sillas.


En la barra hay una mujer mayor, que mira atentamente el periódico con las gafas tan al filo de su nariz, que parece que en cualquier momento, van a caer sobre él. Lleva el pelo gris en un alto moño y su jersey de lana gruesa es tan viejo como ella.


Pedro regresa a la mesa. Parece… diferente. Está más relajado, menos afilado. Ahora parece más joven. Me pregunto cuántos años tendrá. Supongo que es mayor que yo, pero no sabría decir exactamente cuantos más.


Se quita la chaqueta, cosa que yo no he hecho, y que ahora hago. Fuera, hace frio, mucho, estamos a varios grados por debajo de la temperatura de la ciudad.


Pero dentro de la cafetería, se está bien, a salvo.


Cuando me deshago de la fina chaqueta, él se queda mirándome, sorprendido, casi como si me viera realmente por primera vez.


Me siento algo incómoda, me come con la mirada.


Una sonrisa, esa que ya conozco, se vuelve a dibujar en sus labios, que ahora, por primera vez, he visto bien, el de abajo es carnoso y suave y el de arriba bien dibujado y algo más delgado.


Tiene una boca… tiene una boca para besarla una y otra vez, y no desear parar nunca de hacerlo.


¿Pero qué hago? Estoy entrando en su juego, no debo, no debemos, sólo un café, el beso de antes, queda olvidado, relegado al rincón más oscuro de mi mente, ese en el que encierro todo lo malo y al que me obligo a no regresar.


Estoy casada y el casado. No importa que no seamos felices, yo juré fidelidad, y he de cumplir mi promesa.


– ¿Te gusta lo que ves? – dice mientras se pasa su lengua seductora por su labio inferior, humedeciéndolo.


La pregunta, es obvio, tiene doble sentido, pero decido que se acabó el juego. Es un juego muy arriesgado, en el que de seguro, voy a perder.


– Es hermoso el lugar – contesto secamente, para no dejar lugar a dudas.


Él sonríe ante mi respuesta, comprende bien lo que digo, lo que hago, es casi como si nos conociéramos de siempre, sin conocernos a penas. Pedro es muy intuitivo, y parece adivinar cuáles son exactamente mis pensamientos.


– ¿Por qué yo? – me quejo en un suspiro.


– El destino – sentencia.


– El destino... no me digas chorradas.


Él se ríe de buena gana. Y ahora su risa es suave, ronca y encantadora.


– No son chorradas, yo creo en él, firmemente.


– Pues yo no. A la mierda el destino, el tino, el azar, la suerte y todas las supercherías que nos inventamos, tan sólo por no ser capaces de aceptar las cosas que nos suceden.


Él sonríe de nuevo, y observo como se forman unas encantadoras arruguitas en sus ojos, lo que lo hace más
atractivo.


– Lo has pasado mal, ¿verdad?


No me pregunta, lo afirma. Él lo sabe, yo lo sé, y probablemente todo el que me conoce lo sabe, aún sin preguntar. A pesar de todo, me molesta que afirme, que sepa con certeza lo que me atormenta. La extraña sensación de que puede ver dentro de mí, regresa y me sacude con un ramalazo de pánico.


– ¿Tanto se nota? – pregunto para deshacerme del miedo que me ha apresado con fuerza entre sus manos.


– No, no se nota, pero yo lo sé – de nuevo su soberbia, me saca de quicio una vez más


En el fondo, lo admiro, admiro esa forma de ser, segura, serena, como si te estrellases contra un muro que no se mueve un ápice, porque sabe, que eres demasiado débil para él. Así me hace sentir, una niña pequeña, perdida, en busca de la seguridad arrolladora que él desprende, tal vez, eso es lo que me asusta. Sentirme a salvo.


– Mira que bien, tengo un adivino para mi sola – ahí está de nuevo mi sentido irónico, el que aparece siempre de forma oportuna, cuando algo me asusta.


– No soy adivino, pero puedo verte, a ti, dentro de ti. Sé que sufres, que crees que no eres hermosa, que no mereces amor, que debes pagar alguna condena por algo que ni si quiera sabes que hiciste. Me pregunto, cuál sería su nombre.


Mierda. En verdad lo sabe. Debe de ser muy obvio.


– Vale, ahora me dirás que no puedes leer la mente de nadie, pero la mía sí, como en Crepúsculo, pero al revés – estoy desarmada, perdida, tratando de encontrar un avía de escape.


– No, no puedo leer la mente, pero puedo leer en ti. Tu forma de andar, de hablar, de mirar, tus palabras agrias, todo me lleva a esa conclusión. Necesitas a alguien que te amé, que te consienta, que te de placer.


– Ya, y ahora me dirás, que ese alguien eres tú.


– Sólo si tú quieres, y me dejas.


– Esto es de locos – estallo alzando la voz más de lo que debiera y atrayendo las escasas miradas –. ¿Tú te das cuenta de la situación tan incómoda en la que me pones al decir esas cosas? Estoy casada. No dejo de repetírtelo – añado ahora controlando el tono de mi voz.


– Lo debes repetir, para ti misma, para creértelo. Sé que no eres feliz con él.


– No puedes saber eso.


– Sí, lo sé. Lo noto en ti. Igual que tú sabes, que yo tampoco soy feliz.


– Bueno, cada uno asume sus decisiones.


– Sí, es cierto. Por eso nunca he engañado a mi mujer.


– Me parece increíble, en realidad, no te creo.


– Pues es verdad. Nunca. Aunque ahora, estoy tentado a hacerlo.


Sus manos vuelven a acercarse hasta mi pelo, acaricia el mechón delantero de mi castaña melena.


– Tu pelo es tan suave, como tu piel, como tú misma.


¿Por qué demonios mi cuerpo reacciona ante sus caricias? 


Siento el vello erizado, la boca seca, las rodillas temblorosas, y aún no me ha tocado.


Nunca en mi vida, me había pasado algo igual. Es tan sensual su forma de hablar, su forma de no tocarme, su forma de mirarme, todo él. Está hecho de pura sensualidad. Y me está volviendo loca, aunque nunca lo admitiré.


– Puede, que tengas razón y no sea feliz, pero eso no significa que vaya a ser infiel. Y desde luego, no significa que tú seas el elegido, ni que vaya a dejarle.


– Me parece bien, yo tampoco voy a hacerlo. Que te parece, si tan sólo somos amigos. Sin más.


– ¿Amigos? ¿Tú y yo? ¿Estás de broma? – me parece la tontería más grande que he escuchado en mi vida.


– ¿Acaso te ves sin fuerzas, para resistirte a mí?


– Claro que puedo resistirme, sin esfuerzo además, porque para que eso ocurriera, primero debería sentir una atracción irrefrenable a la que tuviese que poner resistencia, pero no es el caso.


– Dos cafés largos con leche – nos interrumpe una voz, y entonces, me doy cuenta, de lo peligrosamente cerca que he estado de su boca.


– Gracias – contesto azorada y sin atreverme a mirar a la señora que nos ha traído el café.


– Gracias – repite él.


La señora se aleja y yo me quedo sobre el respaldo del sofá. 


Debo evitar a toda costa, dejarme envolver de nuevo por esa atmósfera extraña y atrayente que él crea.


– Nunca he sido infiel, pero contigo lo sería. Me gustaría, no, me encantaría, estar contigo. Me encantas, me atraes, desde que te he visto ésta mañana, no he podido dejar de pensar ni un sólo segundo en ti.


– No me conoces.


– Sí, sí te conozco, pero tú no me crees.


– No deberías decir cosas así a una extraña.


– No siento que lo seas.


– Pero lo soy.


– Tú no sientes que lo sea, un extraño, ¿verdad? Es sólo que tienes miedo.


– ¿De qué? ¿De ti? Sí, un poco, no te conozco y me asusta que me lastimes – sí, y que te rompan de nuevo el corazón me grita una vocecita incordiante en mi interior.


– No, no me tienes miedo, eso es lo que te asusta, y no te da miedo que te lastime, te aterra perder el control, perder tu corazón por mí, algo que nunca has entregado a nadie, ni siquiera abierto del todo, y ahora, frente a mí, te surge esa duda, de si lo harías, y la convicción de que tal vez pudieras hacerlo, se está arraigando en tu interior. Y eso es lo que te asusta, Paula.


¿Qué se puede decir ante eso? No sé de dónde rebuscar algunas palabras que no hagan que parezca que él tiene razón, porque, ¿la tiene?


– No lo sé, la verdad – dudo, algo que normalmente no hago, seguido de un ataque de sinceridad del que me arrepiento – ¿Cuántos años tienes? – pregunto por cambiar de tema.


– Treinta y ocho.


– Entiendo.


– ¿Qué entiendes Paula?


¿Por qué cada vez que dice mi nombre, es como si me acariciara? Me estoy volviendo loca. De remate.


– Pues lo que te sucede.


– ¿Y qué es?


– La crisis de los cuarenta, que te llega con antelación – ahí está de nuevo, mi ingenio. El desertor, ha vuelto.


Pedro sonríe, y un hoyuelo aparece en su mejilla izquierda. 


Es arrebatador. Es peligroso. He de huir. Me prometo a mí misma, que después de éste café, todo acabará.


– ¿Sabes? Siempre quise enamorarme, tener una familia, niños... pero nada salió como esperaba, así que me dedique a trabajar y trabajar, y a estudiar, hasta que conseguí un buen puesto dentro de mi oficio.


– ¿Por qué te hiciste Guardia Civil? – el cambio de tema me da una tregua.


– Porque mi padre era uno de ellos. Y cuando el murió. Yo decidí seguir sus pasos.


– ¿Eras muy joven? – sentí una punzada de pena, parecía triste ante el recuerdo.


– Sí, apenas diez años. Eso me marcó. Soy el mayor de los hermanos, y tuve que ayudar desde muy pequeño a mi madre, ella se quedó hundida tras su perdida.


– Lo siento.


– No lo sientas, fue hace mucho y además tú no tienes la culpa.


– Lo sé, aún así lo siento.


– ¿Tus padres?


– Nunca los conocí. Me crié entre familias de acogida y orfanatos – otro arranque de sinceridad, dos seguidos, punto de nuevo para él.


– Lo siento.


– Y yo, aunque como bien has dicho, no tienes la culpa.


– ¿A qué te dedicas?


Sonrió, algo de conversación normal para variar.


– Seguridad.


– Estás de broma.


– No, es cierto. En el aeropuerto.


– ¿Pero eres del cuerpo?


– No, no a esa seguridad, me encargo de la seguridad de las personas, desde el punto de vista de riesgos laborales.


– Sigo sin entender.


– Pues verás, mi trabajo es estar todo el día por el aeropuerto, pendiente de cualquier incidencia. Paneles que no funcionen, sillas rotas que puedan ocasionar algún tipo de accidente, luces... no sé, cualquier cosa que esté mal. Yo tomo nota de las incidencias, y los de mantenimiento, las reparan.


– ¿Te gusta?


– Sí, es agradable, trabajo sólo quince días al mes y gano un buen sueldo.


– Vaya, hay trabajos muy curiosos.


– Sí, supongo. ¿Puedes faltar al trabajo sin más?- curioseo.


– Claro, soy el jefe, ¿quién me va a decir nada?


– Tú mismo – contesto.


Él sonríe.


– Eres muy atractiva, toda tú.


– Un café, sólo un café – le recuerdo.


– Está bien, es sólo, que no puedo evitarlo.


– Pues evítalo.


– Lo intento en serio, pero me distraigo fácilmente con tu boca, esa boca llena que ya he besado, con la pálida piel de tu cuello, ese que ya he saboreado, y con la imagen que se ha grabado en mí, gracias a ti, de tenerte esposada en el calabozo.


– Eso no ha sucedido.


– No, todavía no. Pero lo has sugerido, incluso recuerdo tus manos, hacia mí, para que te esposara. Ha sido algo que ha activado mi imaginación, y ahora no puedo deshacerme de la imagen.


– Pues hazlo.


– Si vuelves a decírmelo, te levanto, te meto en el coche y pasas la noche esposada en mi calabozo.


– Quería decir, que te deshagas de la imagen.


– Entonces, ¿por qué te falta el aliento? Noto como tiemblas, y no es de miedo. Es de expectación, en tu mente también aparece la imagen, y te gusta.


Mierda, y era verdad. Podía verme a mí misma, esposada a los fríos barrotes del calabozo, tétrico, oscuro, mientras él me acaricia el cuerpo, las largas piernas, el trasero, la espalda, el cuello, y puedo sentir cómo sus dedos se introducen dentro de mí, acariciando la humedad creciente. 


Mi garganta está seca, árida, desértica, ni una gota de humedad, se ha concentrado toda en mi entrepierna, noto los muslos húmedos, traspasando las finas medias negras. Siento vergüenza, ¿cómo es posible que un hombre, tan sólo con hablarme tenga ese efecto en mí?


No logro comprenderlo, Víctor, mi marido, necesita miles de caricias, besos, y palabras de amor, para conseguir un efecto similar, al que éste desconocido tiene en mí, con esas palabras que rayan la obscenidad.


– Algún día, cuándo tú quieras, ocurrirá.


Eso sentencia mi cuerpo, está en llamas, noto el calor que lo consume, que hace que mi ropa sea un estorbo, que los presentes sean un obstáculo. Deseo que ese hombre desconocido me haga suya encima de la mesa de madera.


No me importa nada, nadie. Sólo puedo pensar en todo el placer que me promete, y que seguramente será capaz de darme. Y no quiero pensar en nada más, estoy muy excitada, como nunca antes en mi vida, un sentimiento casi de liberación. Como si no fuese yo misma durante unos segundos, si no otra persona, más libre, más feliz...


– Nunca te lo pediré – fue mi falsa respuesta. Pues en realidad, deseaba pedírselo.


– Está bien, entonces no sucederá nunca. Te dejaré guardada, en un rincón de mi mente, adorándote, regalándote mil caricias, mil besos por todo tu cuerpo, así, como ahora, confundida, azorada, y deseando algo contra lo que luchas con todas tus fuerzas. Resistiéndote y luchando contra algo que inevitablemente sucederá, tarde o temprano, con todas tus fuerzas.


– No sucederá. No siento ninguna atracción por ti.


– Mientes. Y además lo haces muy mal. No olvides, que estoy a acostumbrado a tratar con mentirosos, mucho más peligrosos que tú.


Eso era cierto, me había pillado desprevenida.


– No es justo, me sometes a un acoso y derribo constantes – me quejé.


– No, no es justo. Pero la vida es así, injusta.


– No quiero volver a verte – mentí de nuevo.


– Está bien, sólo sucederá, lo que desees, cuándo desees y cómo desees, yo estaré aquí, esperando, no me importa que día de la semana sea, ni la hora, siempre estaré para ti.


– No deberías decirme esas cosas.


– Lo sé, pero no puedo evitarlo. No quiero mentirme a mí mismo. Te lo he dicho ya, te deseo, no puedo luchar contra eso.


– Pero no puedes olvidar que estás casado.


– No lo olvido, es sólo, que la atracción que siento hacia ti, es algo nuevo. Nunca me había sucedido, el ver a alguien y sentirme de inmediato hechizado. Tienen que ser tus ojos, son ojos de bruja.


– Me han insultado muchas veces, utilizando miles de adjetivos, pero es la primera vez, que me llaman bruja.


– No es un insulto, y lo sabes. Disfrutaría mucho atándote a un árbol, como hacían con las brujas para la quema, sólo que yo no te quemaría con fuego, te haría arder de pasión.