viernes, 1 de diciembre de 2017

CAPITULO 23 (PRIMERA HISTORIA)





Llegué al cuartelillo y los chicos volvieron a mirarme sonrientes.


– Buenos días señorita Chaves – me dijeron al unísono y ésta vez no me preocupé en corregirlos con lo de señorita.


– Buenos días, de nuevo, chicos – contesté.


– El jefe la espera. Otra vez- – añadieron entre ridículas risas.


– Gracias.


Entré en su pequeño despacho y allí estaba, impasible y perfecto como si no hubiese ocurrido nada.


– ¿Estas bien? – preguntó cuando alzó la mirada.


– Sí, en cuanto acabe el café y el donut, me sentiré mejor. Estoy famélica


– De acuerdo, entonces, manos a la obra.


La mañana estuvo movidita. Tuvimos una lluvia intensa de acusados, y la verdad es que empezaba a cogerle el tranquilo a lo de hacer de interprete. Les hacia un favor a los extranjeros que eran pillados cometiendo cualquier tipo de delito y no conocían nuestro idioma.


Me sentía segura junto a Pedro, y cada vez tomaba más confianza con el puesto y con él.


Alguna vez, lo pillé de lleno mirándome de forma dulce, casi paternal, algo que no pegaba para nada con su personalidad abierta y dura. Pero ahí estaban, esas miradas tiernas. Tal vez, incluso se enamorara de mí.


El pensamiento, hizo que una débil luz, tintineara dentro del oscuro agujero que rodeaba a mi maltrecho corazón.


Durante el descanso de la mañana, me tocó aguantar las burlas de mis compañeros por mi semblante feliz. Y ellos achacaron automáticamente que el culpable era mi esposo, ese que se había largado de casa y del que no sabía absolutamente nada, ni siquiera, quién era, pero no podía decirles eso. No era lógico que estuviese así de contenta cuando mi matrimonio acababa de fracasar.


Pedro sonreía por los piques de mis compañeros, pero no le gustaba oír, que el mérito se lo llevaba otro. Por supuesto eran cosas imperceptibles para los demás, pero yo sabía que no le gustaba. Cada vez que hacían un comentario al respecto, su mandíbula se tensaba de forma discreta en una mueca de desagrado.


El resto de la mañana me encargué del aburrido papeleo, al menos, la comida fue amena. Mercedes había tenido una cita, y nos la relató con pelos y señales. Demasiados pelos y señales para mi gusto.


Pedro de nuevo nos acompañó con el café, esta vez, invité yo, a pesar de su insistencia en pagar él, pero no me parecía correcto, yo también ganaba mi dinero.


Cuando terminamos el café, nos dirigimos juntos hacia nuestro puesto.


– Pedro– le llamé.


– Dime muñeca – dijo con voz suave.


– ¿Contigo trabajaré todo el mes?


– ¿A qué te refieres?


– Bueno por lo general trabajo quince días y descanso otros quince. ¿Ahora los turnos serán iguales o tengo alguna nueva regulación de horario?


– Bueno, en principio te quiero aquí todos los días


– ¿Todos? ¿No me vas a dejar descansar?


– Ni un sólo día muñeca, ni un sólo día


– Creo que te refieres a algo diferente.


– Es lo mismo, necesito verte, tenerte, sentirte, y poder hacerte mía todos los días


– Creo que pides demasiado.


- Lo sé, pero no he llegado hasta donde estoy por conformarme con poco.


Eso era un punto a su favor y tenía razón. Así que a partir de ese día, descansaría poco, de trabajo y de él.




CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)






Nuestras manos enredadas, nuestras bocas y palabras enredadas, nuestras lenguas enredadas, no había espacio para nada más que nosotros, incluso a veces, nuestros cuerpos estorbaban, ¿cómo podía alguien sentir tanto por otra persona que apenas conocía? ¿Cómo era posible que existiera esa pasión y esa complicidad entre dos extraños?


No lo sabía, no había explicación posible, al menos para mí, pero pensaba aprovechar estos momentos mientras durase, hasta que se cansara de mí y me dejase con el corazón abierto y apuñalado. Pero merecería la pena el riesgo, por estos momentos robados.


Escuché como bajaba la cremallera de su pantalón y mi cuerpo reaccionó instantáneamente.


Íbamos a hacerlo en un baño, en el trabajo, era una locura, pero no podía parar.


Me apoyó contra la pared. Y me alzó sin esfuerzo. Entonces me penetró, fuerte, rápido y duro. Cuánto más fuertes eran sus embestidas, más placer sentía yo, tal vez tenía un puntito masoquista.


Sus movimientos, cada vez eran más fuertes, más acelerados, no pensábamos lo que hacíamos, no había sido algo lento, pausado y disfrutando el uno del otro. Ahora mismo éramos dos animales salvajes en celo consumidos por un fuego que parecía no apagarse, tan sólo aplacarse unas horas.


Agarré su pelo y tiré fuerte, necesitaba pensar que había algo que me sujetaba a la realidad, porque esa manera de
practicar sexo, nunca había entrado en mis planes.


Sus manos agarraron más fuerte mis nalgas, y sentí como me penetraba aún más profundo, haciendo que no pudiese dejar de gemir y gritar. Trataba de controlarme, pero era incapaz. No era dueña de mí.


Posé mis manos sobre sus hombros, y él me dejó de nuevo caer contra el frio azulejo que le ayudaba a soportar mi peso. Una de sus manos dejaron libre mi cachete enrojecido y comenzaron a masajear el bulto inflamado escondido entre los rizos. Eso me volvió loca. Pude sentir como el mundo se tambaleaba a mi alrededor, pero no era el mundo, era yo, cayendo de nuevo en la espiral de placer que sólo ese hombre misterioso era capa de regalarme.


Cuando iba a desfallecer, esperando el gran momento, su mano abandonó mi sexo, me asió de nuevo por los glúteos y se movió más rápido y más dentro de mí.


De nuevo, nuestros gemidos y gritos se mezclaron, se enredaron confundiéndonos, sin saber cuál pertenecía a quién.


Sentí cómo su simiente se derramaba en mi interior. Su calor. Enterró su cara en mi cuello y comenzó a besarme
sin cesar, susurrándome palabras que no era capaz de oír, pues mis gemidos acaparaban toda la atención de ellos.


Los escalofríos iban disminuyendo poco a poco, aun así, mi sexo seguía palpitando, con el suyo dentro, se contraía apretándolo, para no dejarlo escapar. Y la verdad es que no deseaba dejarlo escapar. Quería dejarle ahí dentro para siempre. Quería morir con él dentro de mí.


– ¿Estás bien, preciosa?


– Si, bueno, eso creo. Ir al baño, no será para mí lo mismo otra vez – balbuceé.


Él sonrió


– Ni para mí.


– No parecía tu primera vez.


– Pues lo era.


– No me lo creo.


– Vístete tranquila, arréglate un poco. Yo saldré primero. Te espero en el cuartelillo.


– Vale, ahora iré, si en quince minutos no me ves por ahí, es que he muerto de placer.


El rio de forma escandalosa, libre, era la segunda vez que lo hacía y esa risa me encantaba.


Me lavé como pude, usando toallitas higiénicas y me coloqué por fin las bragas. Ahora me alegraba de haber comprado unas bonitas con encaje y transparencias.


Me arreglé lo mejor que pude, y refresqué mis muñecas con agua fresca. Sentía que mis piernas en verdad, no eran capaces de sostener mi cuerpo.


Salí cuando me aseguré que no había nadie a mi alrededor, e hice una paradita en la cafetería, pedí un capuchino para llevar y un donut de chocolate.


Necesitaba hidratos y cafeína, si no iba a desmayarme. Ese hombre era insaciable. Aunque me encantaba. Tal vez sí que podría llegar a amarle alguna vez.





CAPITULO 21 (PRIMERA HISTORIA)




Llegamos al trabajo, cada uno en su coche, tratando de parecer inocentes, casi desconocidos, pero la maldita sonrisa indeleble que se había dibujado en mi cara, delataba mi estado de ánimo, no muy común en mí. 


En seguida, comentarios de los compañeros.


– Buenos días “Doña sonriente” – dijo Esteban.


– Alguien tuvo una noche de sexo magnifica – ronroneó Mercedes.


O mejor dicho una mañana de sexo magnífica, pensé para mí misma.


– Buenos días a todos, basta de chistes.


– Víctor se ha portado muy bien – continuó Esteban.


– Dejadlo ya, ¿no puedo sonreír sin más?


– Los demás sí, tú, no querida. Anoche Víctor se portó...voy a empezar a mirarlo con otros ojos – dijo Mercedes.


– Bueno me voy al cuartelillo. Hasta el café.


Llegué hasta mi nuevo puesto de trabajo, iba algo incómoda, porque no llevaba bragas. Al menos, las ligas tapaban algo mi trasero, pero mi sexo, iba totalmente al aire, y eso me provocaba una extraña sensación. Pensé, que los chicos hoy me miraban más de la cuenta, y eso me angustió. Resoplé fuertemente, pues no me gustaba ser el centro de atención, ni para lo bueno, ni para lo malo, entonces mi Capitán llegó para salvarme.


– Señorita Chaves, necesito su ayuda. Por favor sígame.


– Qué suerte ser el jefe – murmuró uno de los chicos en voz baja y entre risitas.


– ¿Qué te sucede? Pareces feliz – comentó mostrándome una agradable sonrisa.


– No es eso.


– Entonces, ¿qué es?


– Es que voy sin ropa interior – le confesé guiñándole un ojo.


– ¡Dios! ¿Por qué me lo has recordado? Se me acaba de poner dura otra vez. ¿Es que nunca se me van a pasar las
ganas de tenerte?


Ahora mi sonrisa era más amplia.


– Acabarás acostumbrándote y esto terminará.


– No creo que me sacie nunca de ti. ¿Arreglamos lo de la ropa interior?


– Sí, déjame ir a comprar unas bragas nuevas.


– Compra más... sólo por si acaso. No me quito de la cabeza el baño.


De nuevo estaba ruborizada. Éste hombre era incorregible, después de la sesión fantástica de sexo que habíamos tenido aún tenía ganas de más, pero, ¿cómo culparle cuándo yo misma estaba ya preparada para recibirle?


Entré en una de las tiendas del aeropuerto de ropa interior y compré una cajita que contenía tres braguitas. Dudé, pero creí que con tres sería suficiente para imprevistos. Aunque no estaba del todo segura. Pagué la caja y me colé a hurtadillas en uno de los baños menos frecuentados.


Me avergonzaba que alguien me viera entrar con la bolsita de bragas al baño, y supusiera que necesitaba cambiarlas.


Me miré en el espejo, y vi que al menos en apariencia, no se notaba que no llevaba nada más puesto bajo el vestido Miré mi trasero, tampoco se notaba nada.


La tentación me pudo, y levanté algo el vestido. Entonces vi las marcas. Tenía sus palmas grabadas en mi piel, de un rojo intenso. Era curioso, porque no recordaba que me hubiese dolido, sin embargo ahora, si tocaba la zona la sentía sensible al tacto. Menudo azote me había propinado, pero había sido delicioso, me lo había dado en el momento justo y me había encantado.


Gemí sin querer, mientras me mordía de nuevo el labio. 


Menos mal que no había nadie.


Otro error. Una de las puertas se abrió y para mi sorpresa mi Capitán me esperaba con una rosa roja en la mano.


– Buenos días, señorita Chaves.


– Buenos días, Capitán Alfonso.


– La esperaba.


– ¿Cómo lo sabías?


– Es el más discreto y menos frecuentado a estas horas. Sabía que vendrías aquí.


– Bien, pues acertaste. Ahora sal.


– No. Quiero verte.


– ¿Quieres verme?


– Si quiero ver cómo te pones las bragas.


Madre mía, hablaba en serio, ¿por qué sus extravagantes peticiones me calentaban tanto?


Dudaba, pero sabía que al final caería, así que para que resistirse.


Saqué las bragas de su cajita, y metí cuidadosamente los pies, las subí lentamente, dejando que se deslizaran por mis largas piernas, tranquilamente, sin prisa, quería, que el disfrutara el momento.


Al fin y al cabo no podía reñirme el jefe, si el mismo estaba implicado.


– Ven aquí – pidió con la voz ronca.


– No – le repliqué.


– No te resistas más a mí, voy a follarte ahora mismo, aquí, en el baño.


– No hablaras en serio, ¿no? – pregunté algo asustada.


Pero no pude decir más, su boca se había tragado mi protesta y todas las que venían tras ella. Sus manos de nuevo me acariciaban el cuerpo, despertándolo de nuevo, preparándolo para la pasión. Esta vez, con mis manos libres, me di el placer de tocarle, su piel era suave y tersa, sus músculos definidos escapaban entre mis dedos cuando los deslizaba suavemente, dejándose acariciar, y notaba como su estómago se contraía, marcando aún más los músculos, por el placer de mis caricias.


– Me vuelves loco nena.


– Y tú a mí.


– Eres lo mejor, me oyes, lo mejor que me ha pasado. Prométeme, que pase lo que pase, aunque las cosas se pongan feas, que confiarás en mí, que lo que te digo es sincero y sobre todo, prométeme que serás sólo mía.


– ¿Cómo pretendes, que después de estar contigo, pueda estar con alguien más?


– Eso me halaga, pero quiero oírtelo decir. Promételo.


– Te doy mi palabra. Nadie más que tú, me tocará.


– ¡Oh! Cómo me gusta saber que serás sólo mía Qué todo este placer me pertenece.


– Nunca he sentido nada parecido con nadie – confesé, no tenía sentido mentir, o tratar de negar lo que sentía, era
demasiado tarde, ya me había perdido en él.


– Me alegro. Quiero que conmigo todo sea nuevo.


– Lo es.