domingo, 26 de noviembre de 2017
CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)
¿Pero es que este hombre está enfermo? No se reprime desde luego, y tiene unas ocurrencias... lo peor de todo era que había formado en mi mente de nuevo otra imagen, donde yo estaba atada al tronco de un árbol, en lo más profundo de un bosque, y él me iba desnudando lentamente, mientras sus labios y sus manos recorrían mi cuerpo dolorido por su anhelo.
¿Cómo era posible? Era peligroso, lo era, mucho más que un asesino, porque él podía matar mi alma, mi corazón, mi cuerpo y mi espíritu. Podía arruinarme por completo, dejarme llorando en un rincón oscuro por siglos, y me juré a mí misma que después de él, ninguno más me iba a hacer sufrir. Por eso me casé con Víctor Para no sufrir, al menos no de la manera en que Francisco me lastimó.
Así que no volvería a saber de ese hombre extraño y oscuro nunca más.
Tomé un sorbo de mi café, y miré hacia la puerta. Comencé a sentirme nerviosa. Tan sólo quería terminar ya con esta tortura.
– Pareces nerviosa.
– Lo estoy, debo hacer varias gestiones, y siento que estoy perdiendo el tiempo.
– Eso me ha dolido.
– ¿El qué?
– Que pienses que soy una pérdida de tiempo.
– Lo es. Esto no nos llevara a ningún lado. No pienso acostarme contigo, no tengo la intención de pedirte, que me hagas tuya, que me esposes en el calabozo, ni que me ates a un árbol. No va a pasar, salvo tal vez en nuestras mentes, así que si nada de esto nos lleva hacia ningún lugar, ¿para qué seguir? Es una pérdida de tiempo.
– Para mí, que admitas que lo piensas, ya es un triunfo, y por supuesto, que no es ninguna pérdida de tiempo.
– Pues lo es. No voy a engañarle. Él ha sido el único hasta el día de hoy, que no me ha lastimado.
– Él te aburre.
– Sí, puede ser, pero al menos, es algo seguro – ¿por qué habría admitido eso ante él?
– Los riesgos, nos dan vida.
– ¿Por eso eres Guardia Civil?
– En parte. El riesgo de saber que puedo morir en cada operación que hacemos, me mantiene alerta. Vivo. Hubo un tiempo, en el que me sentí muerto. No quiero que vuelva a suceder.
– Déjala. Si no la amas, déjala.
– Si la quiero, es sólo que no la deseo, no como a ti.
– Estás a tiempo, eres joven aún, busca con quien ser feliz, y déjala a ella ser feliz también.
– Ella es feliz.
– Así que lo quieres todo. A tu mujer y también una muñeca con la que jugar entre las sábanas hasta que te canses.
– Nunca me cansaría de ti.
– Palabras vacías.
– No lo son.
– Me parece que sí. Por favor, vámonos. Es tarde.
– Como quieras.
Pedro pagó los cafés, salimos de nuevo a la fría realidad y me llevó de vuelta a la civilización. Estuvo extrañamente callado todo el trayecto. Pensativo.
Le miraba de vez en cuando de reojo, y podía notar la tensión creciente. Agarraba el volante tan fuerte, que pensé que dejaría sus huellas marcadas en él, los ojos fijos en la carretera, y apenas respiraba. Parecía enfadado.
– ¿Estas enfadado? – le pregunté, y al segundo me arrepentí.
Detuvo el coche en seco.
– Sí, lo estoy.
¡Oh no! Ahora, es cuando acaba con mi vida, por no querer estar con él, pensó la parte dramática de mi mente.
El pareció notar el miedo en mí.
– No me temas, nunca te haría daño.
– Por tu expresión parece que sí que lo harías.
– Voy a dejarte tranquila. No deseo incomodarte más. Tan sólo, quiero una cosa a cambio.
– No voy a acostarme contigo.
– No, no es eso. Eso quiero que me lo supliques.
– Entonces, dime.
No dijo nada, se acercó hacia mí, el coche parecía muy pequeño para nosotros. Su boca de nuevo se apoderó de la
mía. Yo me mantuve firme con los labios apretados, entonces, su mano traviesa se deslizo hacia mi nuca masajeándome de forma abrumadora. Un gemido involuntario se escapó de mis traicioneros labios. Él aprovechó la oportunidad que buscaba y penetró mi boca con su lengua. Su lengua, acariciaba todos los rincones de la mía, bebiendo, saboreándome, impregnando cada rincón de mí, con su dulce y picante sabor.
Antes de poder evitarlo, mi lengua se había unido a la suya, era una lucha de poder, se convirtió en algo insólito, mi lengua quería ganar la batalla y se hizo con todos los rincones de su boca, igualándose a la suya en arrogancia y osadía.
El gimió. Yo jadeé.
Nos separamos un instante, y lo vi.
Sus ojos oscuros, ya no eran cada uno de un color diferente, los dos estaban impregnados del color de la pasión, nublados y oscurecidos por el deseo de estar dentro de mí, de que me entregase. Era una plegaria oculta en sus ojos. Ellos me pedían que suplicara, pero no lo haría.
Puede que nos besáramos, pero la cosa no iba a llegar más lejos.
– Pídemelo – me susurró mientras su lengua hacía estragos en mi oreja, y en mi cuello –. Pídeme que te devore, dilo. Tan sólo dilo. Devórame.
Me negué, nunca se lo pediría, por más que lo deseara, por más que sintiera que me deshacía en mi asiento.
Deseaba volver a mi aburrida y típica vida infeliz y monótona. Mi vida, esa vida en la que al menos, me sentía segura en los brazos sinceros de Víctor
– Nunca – conseguí balbucear a duras penas.
Su boca de nuevo castigó a la mía. Sentía sus manos por mi cuerpo, la espalda, la cintura, cómo su cuerpo trataba de acercarme más hacia él. Pero no era posible dentro del coche, y desde luego no tenía ninguna intención de salir del vehículo.
– Pídemelo, por favor – volvió a susurrar.
– Nunca lo haré.
– Acabarás rindiéndote.
– Nunca.
Mi voz sonaba pastosa, mentirosa. Estaba deseando pedirle que me penetrara ahí mismo, en un coche en mitad de la nada. Pero no podía, no debía hacerle eso a Víctor
Me besó de nuevo. Y otra vez. Me castigaba con su boca.
Cada beso me encendía más.
Nuestro alrededor se llenó de jadeos, gemidos, respiraciones agitadas, cristales empañados, deseo.
No podía continuar, otro beso más y el conseguiría lo que anhelaba.
Toqué mi anillo de boda. Eso me dio algo de fuerzas. Puse mis manos sobre su musculoso pecho y le aparté de mí.
– Por favor, llévame a casa – dije mientras algunas lágrimas escapaban de mis ojos.
Pedro me miró, arrepentido tal vez, no sabría decirlo. Y entonces arrancó el motor, y continuó el camino de vuelta, hasta que me hubo dejado de nuevo, en el aparcamiento del Cuartel.
Bajó del coche. Era medio día. Apenas había nadie por la calle. Todo el mundo en sus casas, para comer, pensé.
Bajé del coche, debía ocupar de nuevo el asiento del conductor. Cuando me puse en pie, noté cómo las rodillas me flaquearon y tuve que apoyarme en el coche para no caer.
¿Qué me sucedía ahora? No lograba entender como una mañana normal y corriente, se había convertido en algo así
– ¿Estás bien? – preguntó junto a mí.
– Supongo que no. Pero no importa.
– A mí sí.
– No es nada.
– No has hecho nada malo.
– ¿Tú crees? ¿Cómo voy a mirar ahora a mi marido a la cara sin sentir vergüenza?
– No ha ocurrido nada. Sólo un beso. Nada más.
– ¿Sólo un beso? Entiendo.
Así que para él había sido sólo un beso y para mí había significado todo y más. Había perdido de nuevo la batalla, pero no se lo haría saber nunca.
– No ha sido nada más, ¿no?
Pedro me preguntaba, esperando que le dijese que había sido mucho más que un beso, pero no podía. Nunca le diría nada que lo alentase. No podía, no era una veinteañera libre en busca de pareja. Además, él estaba también casado. No deseaba herir a los demás, como no me gustaba que me hiriesen a mí, sin embargo, cuando el me tocaba, era tan fácil olvidarse del mundo... Tan fácil, que me aterrorizaba.
– No, nada más. Adiós Pedro.
– No me digas adiós Paula.
– Pero, es un adiós.
– No me gustaría que lo fuese.
– ¿Vamos a quedar a tomar café todos los días como dos buenas amigas? ¿Me vas a acompañar de compras? ¿Vamos a quedar para cenar en pareja?
– No, supongo que no.
– Pues entonces, es un adiós. Este día, nunca ha sucedido.
– Pero ha sucedido.
– Lo olvidaré.
– Yo no.
– Más vale que lo hagas.
– No quiero.
Le miré un momento, estaba firmemente determinado a alargar la conversación, pero yo no. Sabía que me llevaría
de nuevo a su terreno, y ahora, estábamos peligrosamente cerca del maldito calabozo. Se había metido la idea en
mi cabeza y no me abandonaba.
Cerré la puerta y me abroché el cinturón de seguridad.
Arranqué el motor, y salí de ese sitio sin mirar atrás mientras mis ojos, no dejaban de llorar la perdida adelantada de algo que no tendría, y que me hubiese gustado tener.
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