domingo, 26 de noviembre de 2017
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
Abro mis ojos, que había cerrado sin darme cuenta, y veo un precioso paisaje. La montaña aún nevada a pesar de estar entrando en la primavera, resplandece bajo los rayos del sol, cegadora. Todo está verde, verde y blanco. Los altos abetos y pinos, están cubiertos por una leve capa de hielo que se derrite en millones de gotitas al calentarse por el sol. Se pueden ver algunos pequeños riachuelos, formados por la nieve que se deshace. Algunas flores, asoman su belleza tímidamente en ese paraje que te deja sin aliento.
Y ahí, está. Una pequeña cafetería. Una casita de madera oscura, en mitad de la nada, de una nada maravillosa, que me tiene hechizada. De la chimenea sale un humo que calienta con solo mirarlo, y te invita a entrar a la calidez del lugar.
Caminamos hasta la puerta que él me abre amablemente, un gesto que desde luego no esperaba de alguien como él. Entro y el interior no me defrauda. Cálido y familiar, casi como el abrazo de alguien que te ama.
La chimenea crepita alegre calentando los huesos, sobre ella, algunas fotos de gente famosa que han pasado por allí. Las mesas, son de la misma madera rustica que la cabaña y las sillas están forradas por cojines llenos de plumas, tanto que parecen palomitas a punto de estallar a causa del calor del fuego del hogar.
Pedro, elige una mesa al fondo. En vez de sillas, tiene un gran banco de madera, mullido por los cojines y los asientos acolchados. Parece muy cómodo.
Me deja sentarme la primera y él se dirige a la barra. Habla con el camarero y regresa. El lugar está poco frecuentado. Sólo hay dos mesas ocupadas con una pareja joven, y un trío de chicos con los snows apoyados en sus sillas.
En la barra hay una mujer mayor, que mira atentamente el periódico con las gafas tan al filo de su nariz, que parece que en cualquier momento, van a caer sobre él. Lleva el pelo gris en un alto moño y su jersey de lana gruesa es tan viejo como ella.
Pedro regresa a la mesa. Parece… diferente. Está más relajado, menos afilado. Ahora parece más joven. Me pregunto cuántos años tendrá. Supongo que es mayor que yo, pero no sabría decir exactamente cuantos más.
Se quita la chaqueta, cosa que yo no he hecho, y que ahora hago. Fuera, hace frio, mucho, estamos a varios grados por debajo de la temperatura de la ciudad.
Pero dentro de la cafetería, se está bien, a salvo.
Cuando me deshago de la fina chaqueta, él se queda mirándome, sorprendido, casi como si me viera realmente por primera vez.
Me siento algo incómoda, me come con la mirada.
Una sonrisa, esa que ya conozco, se vuelve a dibujar en sus labios, que ahora, por primera vez, he visto bien, el de abajo es carnoso y suave y el de arriba bien dibujado y algo más delgado.
Tiene una boca… tiene una boca para besarla una y otra vez, y no desear parar nunca de hacerlo.
¿Pero qué hago? Estoy entrando en su juego, no debo, no debemos, sólo un café, el beso de antes, queda olvidado, relegado al rincón más oscuro de mi mente, ese en el que encierro todo lo malo y al que me obligo a no regresar.
Estoy casada y el casado. No importa que no seamos felices, yo juré fidelidad, y he de cumplir mi promesa.
– ¿Te gusta lo que ves? – dice mientras se pasa su lengua seductora por su labio inferior, humedeciéndolo.
La pregunta, es obvio, tiene doble sentido, pero decido que se acabó el juego. Es un juego muy arriesgado, en el que de seguro, voy a perder.
– Es hermoso el lugar – contesto secamente, para no dejar lugar a dudas.
Él sonríe ante mi respuesta, comprende bien lo que digo, lo que hago, es casi como si nos conociéramos de siempre, sin conocernos a penas. Pedro es muy intuitivo, y parece adivinar cuáles son exactamente mis pensamientos.
– ¿Por qué yo? – me quejo en un suspiro.
– El destino – sentencia.
– El destino... no me digas chorradas.
Él se ríe de buena gana. Y ahora su risa es suave, ronca y encantadora.
– No son chorradas, yo creo en él, firmemente.
– Pues yo no. A la mierda el destino, el tino, el azar, la suerte y todas las supercherías que nos inventamos, tan sólo por no ser capaces de aceptar las cosas que nos suceden.
Él sonríe de nuevo, y observo como se forman unas encantadoras arruguitas en sus ojos, lo que lo hace más
atractivo.
– Lo has pasado mal, ¿verdad?
No me pregunta, lo afirma. Él lo sabe, yo lo sé, y probablemente todo el que me conoce lo sabe, aún sin preguntar. A pesar de todo, me molesta que afirme, que sepa con certeza lo que me atormenta. La extraña sensación de que puede ver dentro de mí, regresa y me sacude con un ramalazo de pánico.
– ¿Tanto se nota? – pregunto para deshacerme del miedo que me ha apresado con fuerza entre sus manos.
– No, no se nota, pero yo lo sé – de nuevo su soberbia, me saca de quicio una vez más
En el fondo, lo admiro, admiro esa forma de ser, segura, serena, como si te estrellases contra un muro que no se mueve un ápice, porque sabe, que eres demasiado débil para él. Así me hace sentir, una niña pequeña, perdida, en busca de la seguridad arrolladora que él desprende, tal vez, eso es lo que me asusta. Sentirme a salvo.
– Mira que bien, tengo un adivino para mi sola – ahí está de nuevo mi sentido irónico, el que aparece siempre de forma oportuna, cuando algo me asusta.
– No soy adivino, pero puedo verte, a ti, dentro de ti. Sé que sufres, que crees que no eres hermosa, que no mereces amor, que debes pagar alguna condena por algo que ni si quiera sabes que hiciste. Me pregunto, cuál sería su nombre.
Mierda. En verdad lo sabe. Debe de ser muy obvio.
– Vale, ahora me dirás que no puedes leer la mente de nadie, pero la mía sí, como en Crepúsculo, pero al revés – estoy desarmada, perdida, tratando de encontrar un avía de escape.
– No, no puedo leer la mente, pero puedo leer en ti. Tu forma de andar, de hablar, de mirar, tus palabras agrias, todo me lleva a esa conclusión. Necesitas a alguien que te amé, que te consienta, que te de placer.
– Ya, y ahora me dirás, que ese alguien eres tú.
– Sólo si tú quieres, y me dejas.
– Esto es de locos – estallo alzando la voz más de lo que debiera y atrayendo las escasas miradas –. ¿Tú te das cuenta de la situación tan incómoda en la que me pones al decir esas cosas? Estoy casada. No dejo de repetírtelo – añado ahora controlando el tono de mi voz.
– Lo debes repetir, para ti misma, para creértelo. Sé que no eres feliz con él.
– No puedes saber eso.
– Sí, lo sé. Lo noto en ti. Igual que tú sabes, que yo tampoco soy feliz.
– Bueno, cada uno asume sus decisiones.
– Sí, es cierto. Por eso nunca he engañado a mi mujer.
– Me parece increíble, en realidad, no te creo.
– Pues es verdad. Nunca. Aunque ahora, estoy tentado a hacerlo.
Sus manos vuelven a acercarse hasta mi pelo, acaricia el mechón delantero de mi castaña melena.
– Tu pelo es tan suave, como tu piel, como tú misma.
¿Por qué demonios mi cuerpo reacciona ante sus caricias?
Siento el vello erizado, la boca seca, las rodillas temblorosas, y aún no me ha tocado.
Nunca en mi vida, me había pasado algo igual. Es tan sensual su forma de hablar, su forma de no tocarme, su forma de mirarme, todo él. Está hecho de pura sensualidad. Y me está volviendo loca, aunque nunca lo admitiré.
– Puede, que tengas razón y no sea feliz, pero eso no significa que vaya a ser infiel. Y desde luego, no significa que tú seas el elegido, ni que vaya a dejarle.
– Me parece bien, yo tampoco voy a hacerlo. Que te parece, si tan sólo somos amigos. Sin más.
– ¿Amigos? ¿Tú y yo? ¿Estás de broma? – me parece la tontería más grande que he escuchado en mi vida.
– ¿Acaso te ves sin fuerzas, para resistirte a mí?
– Claro que puedo resistirme, sin esfuerzo además, porque para que eso ocurriera, primero debería sentir una atracción irrefrenable a la que tuviese que poner resistencia, pero no es el caso.
– Dos cafés largos con leche – nos interrumpe una voz, y entonces, me doy cuenta, de lo peligrosamente cerca que he estado de su boca.
– Gracias – contesto azorada y sin atreverme a mirar a la señora que nos ha traído el café.
– Gracias – repite él.
La señora se aleja y yo me quedo sobre el respaldo del sofá.
Debo evitar a toda costa, dejarme envolver de nuevo por esa atmósfera extraña y atrayente que él crea.
– Nunca he sido infiel, pero contigo lo sería. Me gustaría, no, me encantaría, estar contigo. Me encantas, me atraes, desde que te he visto ésta mañana, no he podido dejar de pensar ni un sólo segundo en ti.
– No me conoces.
– Sí, sí te conozco, pero tú no me crees.
– No deberías decir cosas así a una extraña.
– No siento que lo seas.
– Pero lo soy.
– Tú no sientes que lo sea, un extraño, ¿verdad? Es sólo que tienes miedo.
– ¿De qué? ¿De ti? Sí, un poco, no te conozco y me asusta que me lastimes – sí, y que te rompan de nuevo el corazón me grita una vocecita incordiante en mi interior.
– No, no me tienes miedo, eso es lo que te asusta, y no te da miedo que te lastime, te aterra perder el control, perder tu corazón por mí, algo que nunca has entregado a nadie, ni siquiera abierto del todo, y ahora, frente a mí, te surge esa duda, de si lo harías, y la convicción de que tal vez pudieras hacerlo, se está arraigando en tu interior. Y eso es lo que te asusta, Paula.
¿Qué se puede decir ante eso? No sé de dónde rebuscar algunas palabras que no hagan que parezca que él tiene razón, porque, ¿la tiene?
– No lo sé, la verdad – dudo, algo que normalmente no hago, seguido de un ataque de sinceridad del que me arrepiento – ¿Cuántos años tienes? – pregunto por cambiar de tema.
– Treinta y ocho.
– Entiendo.
– ¿Qué entiendes Paula?
¿Por qué cada vez que dice mi nombre, es como si me acariciara? Me estoy volviendo loca. De remate.
– Pues lo que te sucede.
– ¿Y qué es?
– La crisis de los cuarenta, que te llega con antelación – ahí está de nuevo, mi ingenio. El desertor, ha vuelto.
Pedro sonríe, y un hoyuelo aparece en su mejilla izquierda.
Es arrebatador. Es peligroso. He de huir. Me prometo a mí misma, que después de éste café, todo acabará.
– ¿Sabes? Siempre quise enamorarme, tener una familia, niños... pero nada salió como esperaba, así que me dedique a trabajar y trabajar, y a estudiar, hasta que conseguí un buen puesto dentro de mi oficio.
– ¿Por qué te hiciste Guardia Civil? – el cambio de tema me da una tregua.
– Porque mi padre era uno de ellos. Y cuando el murió. Yo decidí seguir sus pasos.
– ¿Eras muy joven? – sentí una punzada de pena, parecía triste ante el recuerdo.
– Sí, apenas diez años. Eso me marcó. Soy el mayor de los hermanos, y tuve que ayudar desde muy pequeño a mi madre, ella se quedó hundida tras su perdida.
– Lo siento.
– No lo sientas, fue hace mucho y además tú no tienes la culpa.
– Lo sé, aún así lo siento.
– ¿Tus padres?
– Nunca los conocí. Me crié entre familias de acogida y orfanatos – otro arranque de sinceridad, dos seguidos, punto de nuevo para él.
– Lo siento.
– Y yo, aunque como bien has dicho, no tienes la culpa.
– ¿A qué te dedicas?
Sonrió, algo de conversación normal para variar.
– Seguridad.
– Estás de broma.
– No, es cierto. En el aeropuerto.
– ¿Pero eres del cuerpo?
– No, no a esa seguridad, me encargo de la seguridad de las personas, desde el punto de vista de riesgos laborales.
– Sigo sin entender.
– Pues verás, mi trabajo es estar todo el día por el aeropuerto, pendiente de cualquier incidencia. Paneles que no funcionen, sillas rotas que puedan ocasionar algún tipo de accidente, luces... no sé, cualquier cosa que esté mal. Yo tomo nota de las incidencias, y los de mantenimiento, las reparan.
– ¿Te gusta?
– Sí, es agradable, trabajo sólo quince días al mes y gano un buen sueldo.
– Vaya, hay trabajos muy curiosos.
– Sí, supongo. ¿Puedes faltar al trabajo sin más?- curioseo.
– Claro, soy el jefe, ¿quién me va a decir nada?
– Tú mismo – contesto.
Él sonríe.
– Eres muy atractiva, toda tú.
– Un café, sólo un café – le recuerdo.
– Está bien, es sólo, que no puedo evitarlo.
– Pues evítalo.
– Lo intento en serio, pero me distraigo fácilmente con tu boca, esa boca llena que ya he besado, con la pálida piel de tu cuello, ese que ya he saboreado, y con la imagen que se ha grabado en mí, gracias a ti, de tenerte esposada en el calabozo.
– Eso no ha sucedido.
– No, todavía no. Pero lo has sugerido, incluso recuerdo tus manos, hacia mí, para que te esposara. Ha sido algo que ha activado mi imaginación, y ahora no puedo deshacerme de la imagen.
– Pues hazlo.
– Si vuelves a decírmelo, te levanto, te meto en el coche y pasas la noche esposada en mi calabozo.
– Quería decir, que te deshagas de la imagen.
– Entonces, ¿por qué te falta el aliento? Noto como tiemblas, y no es de miedo. Es de expectación, en tu mente también aparece la imagen, y te gusta.
Mierda, y era verdad. Podía verme a mí misma, esposada a los fríos barrotes del calabozo, tétrico, oscuro, mientras él me acaricia el cuerpo, las largas piernas, el trasero, la espalda, el cuello, y puedo sentir cómo sus dedos se introducen dentro de mí, acariciando la humedad creciente.
Mi garganta está seca, árida, desértica, ni una gota de humedad, se ha concentrado toda en mi entrepierna, noto los muslos húmedos, traspasando las finas medias negras. Siento vergüenza, ¿cómo es posible que un hombre, tan sólo con hablarme tenga ese efecto en mí?
No logro comprenderlo, Víctor, mi marido, necesita miles de caricias, besos, y palabras de amor, para conseguir un efecto similar, al que éste desconocido tiene en mí, con esas palabras que rayan la obscenidad.
– Algún día, cuándo tú quieras, ocurrirá.
Eso sentencia mi cuerpo, está en llamas, noto el calor que lo consume, que hace que mi ropa sea un estorbo, que los presentes sean un obstáculo. Deseo que ese hombre desconocido me haga suya encima de la mesa de madera.
No me importa nada, nadie. Sólo puedo pensar en todo el placer que me promete, y que seguramente será capaz de darme. Y no quiero pensar en nada más, estoy muy excitada, como nunca antes en mi vida, un sentimiento casi de liberación. Como si no fuese yo misma durante unos segundos, si no otra persona, más libre, más feliz...
– Nunca te lo pediré – fue mi falsa respuesta. Pues en realidad, deseaba pedírselo.
– Está bien, entonces no sucederá nunca. Te dejaré guardada, en un rincón de mi mente, adorándote, regalándote mil caricias, mil besos por todo tu cuerpo, así, como ahora, confundida, azorada, y deseando algo contra lo que luchas con todas tus fuerzas. Resistiéndote y luchando contra algo que inevitablemente sucederá, tarde o temprano, con todas tus fuerzas.
– No sucederá. No siento ninguna atracción por ti.
– Mientes. Y además lo haces muy mal. No olvides, que estoy a acostumbrado a tratar con mentirosos, mucho más peligrosos que tú.
Eso era cierto, me había pillado desprevenida.
– No es justo, me sometes a un acoso y derribo constantes – me quejé.
– No, no es justo. Pero la vida es así, injusta.
– No quiero volver a verte – mentí de nuevo.
– Está bien, sólo sucederá, lo que desees, cuándo desees y cómo desees, yo estaré aquí, esperando, no me importa que día de la semana sea, ni la hora, siempre estaré para ti.
– No deberías decirme esas cosas.
– Lo sé, pero no puedo evitarlo. No quiero mentirme a mí mismo. Te lo he dicho ya, te deseo, no puedo luchar contra eso.
– Pero no puedes olvidar que estás casado.
– No lo olvido, es sólo, que la atracción que siento hacia ti, es algo nuevo. Nunca me había sucedido, el ver a alguien y sentirme de inmediato hechizado. Tienen que ser tus ojos, son ojos de bruja.
– Me han insultado muchas veces, utilizando miles de adjetivos, pero es la primera vez, que me llaman bruja.
– No es un insulto, y lo sabes. Disfrutaría mucho atándote a un árbol, como hacían con las brujas para la quema, sólo que yo no te quemaría con fuego, te haría arder de pasión.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario