jueves, 7 de diciembre de 2017

CAPITULO 1 (SEGUNDA HISTORIA)





Es tarde. Mis zapatos repiquetean en el ya vacío pasillo de las oficinas. Observo los dibujos que las vetas de mármol forman en el suelo, caprichosos.


Es la cuarta sesión con el psicólogo del trabajo. Necesito, deshacerme de esta fobia absurda. Ya no soy una niña asustada encerrada en una habitación a oscuras. Ahora, soy una mujer adulta que adora el riesgo. No me importa saltar al vacío, sostenida por una cuerda elástica atada a mis tobillos, ni escalar montañas, que cuánto más escarpadas más interesantes, tampoco he experimentado miedo al saltar desde un avión, disfrutando de la caída mientras confío en que un globo a mi espalda, que va a ser mi única sujeción se abra... y subirme a un simple ascensor, algo cotidiano para la mayoría de los mortales, me aterra.


No es una reacción racional, pero no puedo evitar sentirme así por más que lucho contra ello. Siempre la misma sensación de ahogo, de que cada vez, el espacio es más pequeño, el inevitable sudor en mi nuca y mis manos y lo peor de todo, saber que estoy colgada dentro de una caja metálica a varios metros del suelo sostenida por unos cables.


Quiero deshacerme de mi miedo, poder tomar el ascensor y no subir las veintitrés plantas que separan el despacho donde trabajo del suelo, a pie. He de reconocer, que tiene también su lado bueno, tengo unas piernas de infarto, tantas escaleras todos los días durante varios años, han dado sus resultados.


Aún así, el psicólogo y yo, hemos llegado a la conclusión de que necesito enfrentarme a este miedo, yo sola, poco a poco, así que hoy por primera vez en mi vida, estoy plantada frente a la puerta metálica del trasto, esperando pacientemente, que llegue a mi planta.


Veo, cómo cada vez se acerca más, dejando tras de sí, un reguero de luces amarillas, que iluminan cada planta a su paso.


He decidido, o mejor, me he auto impuesto, hacerlo hoy. Es viernes y a esta hora, no queda nadie dentro del edificio a parte de los guardias de seguridad, que estarán con la última ronda.


Así, que no tendré que enfrentarme a mi miedo ante los ojos de nadie, y como premio me libraré de los apretones, roces, olores diversos a tabaco, café, sudor y otros que no soy capaz de saber con exactitud a que se deben , y que además prefiero no saber a qué pertenecen.


El ding que hace la puerta al abrirse, es la señal para que empiece mi prueba final. Siento mis manos resbaladizas, solo pensarlo ha hecho que se pongan a sudar, respiro profundamente tratando de animar a esa niña que todavía vive dentro de mí en algún rincón olvidado, para que entre.


La puerta, se cierra.


No he sido capaz.


Vuelvo a pulsar el botón y de nuevo, su sonido de campanilla metálica, me avisa, de que está ahí, me advierte de que mi verdugo ha llegado a recogerme.


Mi verdugo. Esperándome con los brazos abiertos.


Siento un repelús.


Las puertas del ascensor se abren, y se me antojan una gran y oscura boca de lobo que está dispuesto a engullirse a la ingenua Caperucita de un bocado.


Trato de infundirme valor a mí misma, canturreando un mantra interno que acabo de improvisar. “No se va a caer, nunca se ha caído, es seguro, son demasiadas plantas para bajarlas andando. Puedo parar en cualquier momento...”


Decido meter la primera pierna y me tiembla todo el cuerpo, pero tengo claro que , o es ahora o no será nunca. Consigo introducir la otra pierna, no sin esfuerzo. He tenido que agarrarme a la barandilla metálica y arrastrar el resto de mi cuerpo dentro del cacharro infernal.


Me agarro con fuerza al pasamanos mientras dejo mi espalda descansar contra la pared de espejo, intento que su frialdad traspase mi ropa y me refresque y evito ver mi reflejo pálido y desconocido en él.


Estoy a punto de vomitar. Me siento mareada y eso que solo acaban de cerrarse las puertas, el lobo al final, se ha tragado a Caperucita.


Siento las palmas de mis manos sudadas, la respiración acelerada entrecortando mi aliento. Cierro los ojos y trato de relajarme.


Miro de nuevo a la puerta.


— Atrévete a soltarte de tus escuálidos brazos cableados y te las verás con lo que quede de mí —digo amenazante. Sonrío por la tontería que acabo de murmurar.


Pulso el botón de la planta baja.


No puede ser tan malo, sólo unas plantas. “No se va a caer, no se va a caer”. Repito en mi mente.


Bajo la primera planta, ya me queda una menos. Después veo iluminarse otro número más y otro. Voy a conseguirlo, sólo me quedan... ¡¡Oh no!!


Madre mía, otras mil plantas más, no voy a ser capaz, no voy a ser capaz...


No se va a caer. Nunca se ha caído. No va a pasarme a mí, puedo parar cuando lo desee.


Cuando creo que no voy a poder soportar ni un segundo más ésta situación de ahogo penetrante y asfixiante, el ascensor se detiene suavemente y la puerta vuelve a abrirse con su ding metálico.


Al principio, confundida no sé qué sucede pero, entonces me percato de que el gran lobo está engullendo a otra ingenua víctima. Las luces le iluminan y por un momento, un maravilloso instante, nuestras miradas se cruzan disipando mis temores.


Puedo ver sus espectaculares ojos grises, profundos y enmarcados por unas tupidas pestañas oscuras, al igual que su cabello, peinado con descuido.


Sus ojos grandes, algo rasgados, su nariz está algo torcida hacia la izquierda, como si le hubiesen dado un buen golpe que hubiese cicatrizado mal y sus labios llenos, se entreabren como si fuesen a decir algo que callan.


No le conozco, la verdad es que no podría conocer a todos los empleados del edificio, pero al menos me resultaría familiar. Un hombre así no pasa desapercibido.


Creo que es el hombre más sexy con el que he tenido el placer de cruzarme y pienso triste, que si estuviese en una discoteca, o en un pub, me habría lanzado a por él sin dudarlo, pero no dentro del maldito ascensor, aquí, en este momento, no soy yo, soy una triste sombra de mí misma.


—Buenas noches —susurra con una voz profunda y suave.


—Buenas noches —consigo decir de forma más o menos normal.


Él permite que vea su ancha espalda, cruza los brazos, al hacerlo, puedo ver algo más de su fuerte hombro y adivino un tatuaje bajo la manga. No puedo distinguir qué es, pero no me importa, ahora mismo solo deseo seguir mirándolo. Es un espectáculo digno de ver.


Estoy incluso olvidando un poco que estoy encerrada en la lata de sardinas. Un castigo absurdo porque en realidad, ¿qué importa si me dan pánico los lugares cerrados y más concretamente el puñetero ascensor?


Vuelvo a mirarle. Parece nervioso, mueve sin ir a ningún sitio su pies inquietos. Al bajar la vista me topo con su trasero, duro, redondo, prieto … Perfecto.


Siento deseos de cogerlo entre mis manos y darle un masaje, lento y suave. De repente, me imagino con mis manos en su perfecto trasero apretándolo ente mis dedos, dejando que mis manos disfruten de su tacto duro y terso.


Solo de pensarlo, noto como mis muslos se humedecen, como me falta el aliento y como la respiración se ha acelerado hasta convertirse en un jadeo.


Pero por desgracia, no lo haré. El ascensor, da una pequeña sacudida y de nuevo, vuelvo a mi realidad, esa donde soy una chica patosa y asustadiza dentro de un maldito ascensor.


Él se gira y me mira.


—¿Estás bien? —pregunta en un tono formal.


—Sí, gracias, es sólo ...


—Miedo a los espacios cerrados, ¿no?


¿Cómo lo ha averiguado? Supongo que mi postura abatida y mi cara verde aguantando las nauseas habrán sido una pista más que suficiente.


—Sí, bueno, la verdad, más que a los espacios cerrados, es miedo a que ésta lata colgada de cuatro alambres se precipite al vacío conmigo dentro y acabe reventada contra el suelo.


—A mí también me asustaban — susurra confiándome su secreto.


—¿De verdad? — digo atónita sin poder creerlo, él desprende una seguridad, una fortaleza, que yo no tengo dentro del maldito lobo.


—Sí, es cierto. Pero logré vencer el miedo — sonríe triunfal.


—¿Cómo? —pregunto ahora interesada y ansiosa por conocer alguna forma de acabar con ésta fobia.


—Piensa que no estás en un lugar cerrado, que estás por ejemplo en un parque al aire libre, o en la playa paseando en la noche... a mí me funciona.


—Lo probaré, gracias —digo. Cualquier cosa, para deshacerme de esta sensación de impotencia, de miedo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario