martes, 5 de diciembre de 2017

CAPITULO 33 (PRIMERA HISTORIA)





Después de diez días, me sentía algo mejor. Los compañeros me habían acosado a mensajes, preguntándome por mi salud, y extrañados por tan larga ausencia.


Aún estaba herida. Había rechazado las llamadas de Víctor y de Pedro. No deseaba tener contacto con alguno, pero por el momento con Pedro al menos, me iba a resultar imposible.


Hoy tendría que verle, sacar fuerzas y coraje de allá dónde quisiera que estuviesen ocultas y enfrentar mi nueva vida.


Miré mi mano desnuda sin la alianza, y decidí, que no me molestaba, lo que más me había dolido sin duda, había sido la traición de Pedro.


Víctor por su parte podía quedarse donde lo había mandado, a la mierda.


Me había sorprendido, que durante los últimos días, no había dejado de llamarme, ponerme mensajes e incluso, se había atrevido a tocar a mi propia puerta. No entendía qué pasaba, mientras nuestra situación no estaba clara, no hizo nada para arreglarlo, y ahora...


No quería nada de él, ni necesitaba nada suyo. Me había puesto en contacto con nuestro abogado y se estaba haciendo cargo de todo. Al habernos casado en régimen de separación de bienes, no íbamos a tener peleas ni discusiones sobre qué cosa era para cada uno.


Cómo me alegraba en este preciso momento, de dejar que mi abogado me convenciera de ello.


El piso era mío, así que poco más había que decir. Sus cosas las había puesto de muy buena gana en la escalera,
ante la mirada atónita de las vecinas cotillas.


Víctor las había recogido, mientras lo espiaba por la mirilla. Estuvo a punto de tocar en la puerta, pero algo lo retuvo.


Observé por la ventana, como se montaba en su coche. No iba sólo. Llevaba de copiloto a Sara, la todavía mujer de Pedro y a su futuro hijo.


Ese día, tuve un momento de debilidad con respecto a Pedro, podía entender lo mal que lo habría pasado al descubrir a su mujer con otro, y más aún, cuando se diese cuenta de que el hijo que esperaba ella no era suyo, por qué era de Víctor, ¿o no? ¿Tal vez esa mujer había jugado a dos bandas y no sabían de quién era?


No, tenía que ser de Víctor O eso era lo que yo deseaba.


Recordé las indirectas de Pedro, que ahora cobraban todo el sentido del mundo; “cada vez que empeora tu matrimonio, el mío lo hace también”.


Sus caras poco amistosas, ante mis comentarios inocentes y aún así acertados. Había dado en el clavo, quién me lo iba a decir, para una vez que acierto con algo en la vida, y es con eso....


Me miré en el espejo retrovisor, a pesar de las terribles ojeras, y de la evidente pérdida de peso, no estaba muy mal, seguramente, se tragaran que había tenido una gastroenteritis aguda.


Aparqué el coche en mi plaza de garaje y me dirigí hacia el despacho de mi jefe. Toqué suavemente a la puerta y su voz me dio permiso para pasar.


Cuando entré, me quedé helada. Creía que me había preparado para ese momento, que estaba lista, pero había sido otra mentira dicha a mí misma.


No lo estaba, le miré un instante y aparté la vista. Apreté las manos formando con ellas fuertes puños y miré a mi jefe.


-Buenos días- dije con la voz rota tragándome las lágrimas.


– ¡Qué alegría verte por aquí, Paula! ¿Estás mejor?


– Bueno, no del todo, pero necesitaba incorporarme al trabajo.


– Estás demacrada Paula, ¿seguro que no necesitas más descanso?


– Seguro.


– ¿Preparada para incorporarte entonces?


– Sí, lo estoy.


No miré ni una sola vez a Pedro, me obligué a no hacerlo, aún así, notaba su mirada abrasándome la piel.


– Pues bien, incorpórate, que suerte que el Capitán Alfonso esté aquí también – sí, que gran suerte, pensé – ¿Qué ibas a decirme Pedro?


– Nada. No tiene importancia. Ya no... ¿Vamos, Paula? – preguntó con la voz rara. No parecía la suya, tuve que mirarle para cerciorarme de que había sido el quien había hablado.


– ¿Aún estoy a su servicio? – pregunté a ninguno de los dos.


– Sí – dijo Pedro – aún me perteneces – y lo dijo con su voz, la que conocía y que lograba que todo el vello de mi cuerpo se erizase.


Asentí sin hablar. Sería una dura prueba, pero tenía que pasarla, curarme de él.


Me abrió la puerta y salí. Sin esperar ninguna otra orden. Me dirigí hacia la zona donde se encontraba el cuartelillo. No me crucé con ninguno de mis compañeros, y en verdad me habría gustado verlos.


– Estás muy delgada – comentó – y tienes ojeras.


Decidí no hablarle, eso sería lo mejor, nada que no fuese relacionado con el trabajo.


– Te he echado de menos, mucho, pensé que me iba a volver loco. He esperado que me llames, que me cogieses el teléfono, que vinieses a trabajar...


Silencio eso obtendría de mí. Nada más.


– ¿No piensas hablarme Paula?


Más silencio, un silencio sepulcral, había levantado un muro entre nosotros.


– ¿Ni siquiera, voy a poder explicarme? ¿Contarte todo lo sucedido?


Mis murallas flaquearon, estaba a punto de reventar. Y eso hice.


– ¿Para que me cuente más mentiras, Capitán Alfonso? No gracias, ciñámonos a lo estrictamente profesional. Si no, pediré que me releven.


– No lo permitiré – dijo con su tono de soy el que manda aquí.


– Entonces – dije mirándole directamente a sus ojos – enfermaré hasta conseguir que me den de baja, durante una
larga temporada.


Me miró abatido, casi parecía arrepentido, como si de verdad, le importase.


– Lo siento tanto muñeca – me susurró, peligrosamente cerca, parecía que le era indiferente que le vieran en esa situación tan comprometida conmigo.


Era tan apuesto, y sus ojos, parecían cansados, tan tristes, como los míos. Por un segundo sentí la impetuosa necesidad de acercarme más a él y probar de nuevo el néctar delicioso que guardaba su boca, pero me reprimí, no podía bajar la guardia, si lo hacía estaría perdida.


– No sabes cuánto he sufrido, me apena no verte, y me entristece ver que estás mal, sé que no has estado enferma, sé lo que te sucede realmente.


– Por supuesto que sí, tú eres uno de los implicados en mi desdicha, así que tú sabes la verdad.


– Nunca pretendí...


– ¿Y que pretendías Pedro? – interrumpí –. ¿Qué querías obtener cuando te acercaste a mí?



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