domingo, 3 de diciembre de 2017
CAPITULO 28 (PRIMERA HISTORIA)
La noche nos engulló con rapidez. No podía creer la celeridad con la que el tiempo pasaba. Volaba junto a él.
Habíamos llegado hasta una pequeña cala solitaria, envuelta entre las rocosas montañas que rodeaban esa zona de la costa.
Era muy pequeña, íntima y acogedora.
Nos sentamos en la suave arena humedecía por la noche y bañada por las olas.
– He pasado un día maravilloso – confesé.
– Lo sé.
– Tú y tu modestia.
– Digo las cosas como son, como las siento.
– Eres un hombre muy engreído y seguro de sí mismo. Me preguntó si alguna vez flaqueas.
– Si flaquease, sería débil y si fuese débil, podría morir mientras estoy de servicio.
Nunca había pensado en esa posibilidad, y cuando lo dijo, supe que era cierto. Que ese hombre arriesgaba su vida a causa de su profesión.
– ¿Alguna vez te han herido?
– Algunas.
– ¿Tienes miedo alguna vez?
– Siempre.
– No lo habría imaginado – dije sorprendida por su sinceridad.
– Cuando vamos a iniciar alguna redada peligrosa, de esas en las que sabemos que los otros tienen armas que pueden usar contra nosotros, siento miedo. Pero después, cuando todo empieza, la adrenalina toma el control de mi cuerpo y el miedo desaparece, se despiertan mis instintos de supervivencia. Cuando termina todo, el miedo vuelve de repente, y me engulle. Hasta que no me aseguro de que todo, ha salido bien, y que no he perdido a ninguno de los míos, no vuelvo a calmarme. A veces, observo durante minutos como me tiemblan las manos.
Supongo que es algo que hay que vivir en primera persona, para saber realmente que se experimenta. Es algo que no deseo a nadie. Es duro. Vemos cosas terribles. La primera vez que vi un cadáver, vomité durante días, cada vez que recordaba la imagen. Trataba de huir de ella, pero me perseguía
– ¿Cuándo fue eso? – pregunté absorta en su confesión
– Recién salido de la academia, estábamos patrullando y encontramos a una mujer sin vida. La habían golpeado hasta arrebatare el último de sus suspiros.
– Lo siento.
– No lo sientas, tú no tienes la culpa.
– Siempre me dices eso, y sé que no soy la culpable, aun así lo siento. Lo siento por ti, por lo que has tenido que sufrir. No me imagino como de duro ha de ser, comunicarle a una persona, que alguien cercano a ella, alguien a quien seguramente ama con locura, ha dejado ésta vida.
– Bueno, hablemos de cosas menos tristes. ¿Te gustan las joyas?
Cambio radical de tema. Una de las especialidades de mi frio como el hielo. Aunque, cada vez que adentraba más en él, menos frio me parecía
– ¿Las joyas? Si, supongo, algunas.
– ¿Algunas?
– Quiero decir que no me gustan las joyas demasiado ostentosas
– Creí que a todas las mujeres les gustaban las joyas, cuanto más grandes y brillantes, mejor.
– Suelo alejarme de todo lo que brilla, soy de gustos más sencillos.
El rió.
– ¿Y por qué te has acercado a mí?
– No me percate de tu brillo, hasta que fue tarde.
Eso le hizo reír más.
Se colocó frente a mí, mientras me masajeaba las rodillas y me miraba con cara traviesa. Mi cuerpo gritaba de expectación, imaginando qué sería lo que su mirada de niño malo ocultaba.
– A mí, me gustan mucho – dijo mientras me quitaba, esta vez sin destrozarlo, el tanga que llevaba – las perlas.
Y antes de poder adivinar a lo que se refería, o poder decir algo en contra, su lengua suave y carnosa, se paseaba entre mis labios húmedos. Comenzó a lamerme dulcemente el sexo, mientras con su mano libre, se acariciaba el suyo.
Podía imaginarme la escena desde fuera, y eso me éxito más. Su lengua lamía mi cuerpo, saboreándolo, mientras
se procuraba placer a sí mismo.
– Aquí, está la perla – dijo entre susurros – que me tiene loco.
Y su lengua se cebó en el punto oculto entre los suaves rizos.
Lamió y saboreó el pequeño punto dónde se concentraba mi placer, hasta que pensé que iba a morir. Escuchaba el sonido suave que su carnosa lengua hacía al lamer y sentía su saliva caliente mezclarse con mis efluvios.
Creí que iba a morir, nunca me iba a acostumbrar a lo bueno que era el sexo con él. Estaba avergonzada, o quería estarlo, pero no podía En ese momento no podía pensar, respirar, ni ver nada que no fuese él.
Dejó de acariciarse a él mismo, y su mano se unió a su lengua. Mientras me lamia en círculos lentos y perfectos
su dedo se introdujo dentro de mi humedad, acariciándome, y otro de sus dedos, lo apoyó en mi trasero. Cerca del
otro, justo donde acababa mi sexo.
Sentí vergüenza de nuevo, pero esa caricia íntima y poco convencional unida a sus gruñidos primitivos de placer,
hicieron que me olvidase de todo menos de respirar.
Ni siquiera temí la posibilidad real, de que de nuevo hoy, alguien pudiese estar disfrutando de nuestro encuentro
íntimo.
De todas formas, en un impulso extraño por tratar de ocultarme de todos, me alcé la falda y traté de taparme la
cara con ella, cosa inútil, pues la falda no tenía tela suficiente para lograr esa hazaña.
Así que cerré los ojos y dejé que él me siguiera torturando con sus manos y su lengua.
Los círculos se hicieron más rítmicos uniéndose a la danza de sus manos. Notaba todo el cuerpo sensible, me acariciaba y daba placer por todos los lugares de mi cuerpo.
Me mordí el labio, agarré mis pechos apretándolos entre mis manos, necesitaba algún lugar al que aferrarme para no dejar este mundo, pero eso empeoró la situación, el acto le calentó a él más y también a mí.
El placer llegaba a mi mente desordenado, caótico y en grandes bocanadas. Demasiado para resistirlo, demasiado
para mí. Me sentía plena, llena de la exuberancia de sensaciones que abotargaban todos mis sentidos. No había
espacio para nadie más que él.
Por unos momentos, quise salir de mi cuerpo, parecía que no había sitio en él ni siquiera para mi alma, sólo para él, que me llenaba de esas fantásticas sensaciones.
El orgasmo llegó casi de inmediato, largo, puro, extenuante, placentero. Las lágrimas se desbordaban de mis ojos.
No podía evitarlo, no me causaba dolor, sino una satisfacción que no era capaz de asimilar y mi cuerpo reaccionó de esa forma.
Él se tumbó sobre mí, besándome los llorosos ojos, la nariz respingona, los labios carnosos, mientras me penetraba con su miembro duro, ardiendo en deseos de obtener su alivio dentro de mí.
Comenzó a moverse en mi interior, y mi sexo y mi cuerpo, que aún palpitaban por el placer recientemente obtenido, volvió a reaccionar. Los gemidos regresaron, los jadeos, la falta de aliento. No podía ser. No iba a poder con ello. ¿Dos orgasmos seguidos? Imposible.
Su ritmo se aceleró, su brazo derecho abrió aún más mis piernas, para penetrarme más profundo de lo que ya lo había hecho y lo sentí tan adentro, tan mío, que cuando lo escuche gemir, yo jadeaba con él. Me aferraba a su pelo, tirando de él, tratando de acercarlo más a mí, más profundo, más adentro, intentando que su alma, se mezclara con la mía
Y eso sucedió, nuestras almas se mezclaron, se enredaron la una a la otra, y salieron de nuestros cuerpos liberando jadeos de satisfacción.
Los espasmos por el placer obtenido de nuevo, dejaron mi cuerpo relajado, cansado, abatido. No tenía fuerzas para nada más, sólo deseaba dejarme envolver en el fresco de la noche y dejar que las olas del mar me arrullasen con su hermoso canto mientras dormía
Cuando los espasmos se desvanecieron, Pedro se apoyó sobre mí, con cuidado de no hacerme daño con su peso.
Estaba insultantemente atractivo tumbado sobre mí, sudoroso, feliz, y relajado, con la luz de la luna iluminándolo,
dándole una apariencia etérea.
Miré sus ojos, esos ojos extraños de diferente color. Parecía un ser de otro mundo.
Mi hombre de otro planeta que había llegado hasta mí, conquistarme con su seguridad arrolladora y torturándome con placeres desconocidos y al parecer infinitos.
Cerré los ojos, agotada y me dejé llevar por la nana arrulladora de las olas del mar, y por el manto cálido que me brindaba su cuerpo.
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