domingo, 17 de diciembre de 2017

CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)




Vi mi oportunidad en cuanto la puerta se hubo cerrado con un golpe sordo y metálico. Estaba segura de disponer de una pequeña ventaja, así que escapé.


Puse pies en polvorosa todo lo rápido que mi tacón desgarrado me permitía.


Era difícil andar de esa guisa, así que decidí que lo primero serian un par de zapatos nuevos y los pantis. Las gafas después de todo, podían esperar.


Cuando me sentí lo suficientemente lejos de la puerta de su edificio y eso significaba estar a salvo, busqué dentro del bolso la billetera para comprobar que llevaba suficiente en efectivo para las compras y ...¡Sorpresa! No estaba.


Claro, cómo iba a estar...


Busqué y rebusqué y al no encontrarla vacié el contenido del bolso sobre la acera, mi pobre bolso... dos veces en el mismo día había sido obligado a vomitar todo lo que contenía, seguro que se preguntaba qué mal habría ocasionado para tan mal trato...


No estaba, volví a comprobarlo pero definitivamente, no estaba.


Seguro que seguía en algún rincón de la calle, próximo al garaje, esperando desolado que notase su ausencia. Revisé
con calma por si faltaba algo más antes de empezar mi misión de rescate suicida, pero todo lo demás estaba.


Móvil, llaves, agenda, bolsa de aseo, condones... todo excepto lo más importante; la billetera.


¡Qué horror! ¡Si la había perdido tendría que renovar de nuevo toda la documentación!


Me levanté y corrí todo lo deprisa que me permitía mi cojera temporal y recé todo el trayecto porque él no lo tuviese y
me esperase con él entre sus manos y su mirada de suficiencia.


Cuando estaba cerca, aflojé el paso. Me acerqué más despacio pero no vi la sombra del imbécil. Busqué por todos
lados, tratando de hallar el billetero escondido en algún rincón, esperándome.


Pero nada.


Un sentimiento de aprehensión se apoderó de mí. No tenía tiempo para volver a hacerme el DNI, el carnet de conducir, las tarjetas de crédito...


Eran horas de un tiempo del que no disponía.


Bueno, las tarjetas eran lo más fácil de arreglar, una llamada por teléfono y las anularían. Y debía de hacerlo. Lo primero. Lo único que faltaba al pastel era que me vaciasen la cuenta corriente.


Cogí el teléfono del bolso y justo cuando iba a marcar, el trasto se revolvió inquieto entre mis manos.


Una llamada.


Un numero largo e interminable. ¿Quién sería?


Tentada estuve de rechazar a llamada, pero al final decidí que mejor contestar, solo por si acaso.


— ¿Hablo con la señorita Paula Chaves? — sonó una voz seductora al otro lado.


— Sí, soy yo — contesté confusa.


— Buenos días, la llamamos desde el Cuartel de la Guardia Civil.


— ¿Qué ha ocurrido? — pregunté inmediatamente en guardia.


— Nada grave, no se preocupe. Tenemos aquí su billetera, un buen ciudadano la ha encontrado. Parece que está todo.


— ¿Cómo me han encontrado? — dije curiosa y asimilando toda la información.


— Por su tarjeta de visita.


— ¡Ah, claro! Está bien, en seguida estaré allí.


Colgué y busqué con la mirada en la carretera a algún taxi que me acercase.


Uno pasó en ese momento girando su cartel de ocupado a libre.


¡Por fin un poco de buena suerte!


Silbé escandalosamente y el taxi detuvo su marcha.


Al verme con ese aspecto, pude ver que el hombre dudaba de si llevarme en el taxi o no. No le culpaba, debía parecer
un mamarracho.


— Buenos días — dije abriendo la puerta y colándome dentro para no darle la oportunidad de largarse — . Al Cuartel de la Guardia civil, por favor.


El taxista, por no decir, no dijo ni buenos días y puso rumbo a la dirección que le había facilitado con una mueca de desagrado dibujada en su rostro.


No dejaba de mirarme por el espejo retrovisor, casi como si esperase que de un momento a otro, saltase a su cuello y
le atracase. Entendía que mi aspecto no era el más adecuado, pero pensé, que en realidad parecía que había tenido un accidente y que necesitaba ayuda.


Por las miradas constantes del taxista estaba claro que el creía que llegaba a estas horas de algún after hours en el que me habían dado una tunda.


Para relajarme y olvidarme de las miradas reprobatorias de un hombre al que ni siquiera conocía, giré la cabeza y miré las siluetas que dejaba atrás. Los peatones convertidos en sombras coloridas, los edificios de los que destacaban las luces de los bajos comerciales o los grafitis, las luces de los semáforos...


— Llegamos. Son doce con ochenta — dijo secamente.


Ahora llegaba el momento frágil, la tensión se palpaba. El hombre no dejaba de mirarme expectante, con la mandíbula
apretada. Un sudor frío perló mi mente y las palabras se atascaron en mi garganta.


— Sí, verá ... — comencé sin estar segura de cómo iba a tomarse la noticia — ¿puede esperar aquí?


— ¿Cómo dice?


— Es que perdí la billetera y me han llamado del cuartel para que viniese a recogerla — dije muy rápido cortándolo.


No me esperaba para nada la reacción del taxista. Se bajó a toda prisa de su asiento sin cerrar la puerta acercándose hasta la mía tan deprisa, que no puede reaccionar ni protestar. Me sacó en volandas agarrándome fuertemente por el brazo y me arrastró dentro del cuartel sin contemplaciones.


— ¡Suélteme! ¡Me hace daño! — protesté mientras el corpulento hombre me arrastraba como a un burdo saco de
patatas.


— ¡Estoy hasta las narices de las caraduras como tú! — vociferó.


Su expresión era colérica. Sus ojos inyectados en sangre y su cuello palpitando al mismo ritmo frenético de nuestra marcha me asustaron. No sabía que decir o hacer para calmarlo, daba la sensación de que cualquier cosa, lo empeoraría todo. Cerré los ojos y pedí que acabase pronto.


— ¿Puedo saber qué demonios está sucediendo aquí? — tronó una voz sensual que detuvo la marcha del energúmeno al igual que una barrera de hormigón.


La voz sonó en mis oídos familiar, pero estaba demasiado asustada y dolorida para advertir nada. De repente, la mano
que apresaba mi brazo aflojó su fuerza, liberándome. Abrí los ojos por fin para observar el cuerpo del grueso taxista caer y estrellarse contra el suelo.


La fuerza con la que su brazo soltó al mio me hizo tropezar y perder el equilibrio, cayendo al suelo justo en la dirección opuesta a la del hombre. En ese momento pensé que además de acabar con el brazo morado, iba a terminar con un buen golpe en la cara, pues me iba a dar de bruces contra el frio y agrietado suelo del cuartel pero, antes de tocar suelo, unos brazos fuertes me sostuvieron firmemente.


Sentí el frio que despedía el suelo muy cerca de mi rostro, pero no llegué a probar la dura alfombra.


— ¿Estás bien? — preguntó la misma voz que de nuevo me resultó conocida.


La verdad era que no estaba bien, no sólo por lo sucedido, que había sido de locos, sino por la postura en la que me
encontraba. Un tacón roto, las medias agujereadas, un cristal de menos en las gafas... para colmo, la falda, debido a la postura extraña en la que me sostenía, se había elevado varios centímetros por encima de lo decoroso, dejando mis
muslos a la vista de todo aquel que gustase mirar.


— Supongo — conseguí decir.


¿Qué podía hacer? ¿Decir que no, que llevaba un día horrible, desde que un necio desgraciado había estado a punto de atropellarme, para después perder mi billetera y terminar en el taxi de un psicópata que me había agredido sin motivo ninguno y que como colofón estaba colgando literalmente de dos brazos enormes y fuertes en una postura
algo incómoda?


Una de sus manos abandonó mi cintura y quede atrapada en uno de sus brazos, mientras el otro se posaba sobre mis
muslos. Sentí un leve cosquilleo en mis piernas al percibir que sobre mis medias rasgadas se paseaban unos dedos
delicados.


¿¡Qué pasaba!? No era capaz de discernir con claridad qué sucedía, hasta que noté como mi falda volvía a ocultar mis muslos.


Me estaba colocando la falda en su sitio, con una sola mano, mientras con la otra me sostenía pegada a su cuerpo.


No podía verle, pero notaba su pecho firme en mi espalda y su brazo musculoso pegado a mi costado, justo bajo mis senos.


— Se acabó el espectáculo – dijo de nuevo la voz — . A ese, llevadlo al calabozo un rato, ya le enseñaré yo a no poner la mano encima a ninguna mujer. Nunca más.


Sentí un leve escalofrío por la nuca. Su voz era seductora y a la vez letal. Me pregunté que irían a hacerle al pobre taxista.




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