lunes, 4 de diciembre de 2017

CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)






Llegué tarde al trabajo gracias a la visita inesperada de mi marido. En cuanto crucé la puerta del cuartelillo, los chicos, de los que todavía no me había aprendido el nombre, me dijeron que el Capitán me espera. Que parecía muy enfadado y molesto.


Llamé a la frágil puerta que separaba su despacho del resto de la sala. En efecto, Pedro parecía enfadado, serio, incluso, furioso.


– Buenos días – dije en voz baja.


– Llegas tarde.


– Lo sé, lo siento. He sufrido un pequeño percance esta mañana.


Al oírme decir percance, se levantó ágilmente de la silla y antes de darme cuenta sus brazos me rodeaban protegiéndome.


– ¿Estás bien? ¿Qué ha sucedido?


– Nada.


– Cuéntamelo.


– Víctor ha aparecido esta mañana por casa.


– Entiendo...


– No, no entiendes, todo esto es una locura que me ha desbordado por completo, estoy confusa, herida, enfadada y feliz, todo al mismo tiempo y no sé cómo gestionarlo.


– ¿Pero qué te ha sucedido?


– Todo es por culpa. Mi marido ha ido a tocarme, y lo he rechazado. Me ha dado asco sentir que otro hombre me pusiera las manos encima, a pesar de que ese hombre es mi marido.


Él sonrió con suficiencia, feliz por lo que escuchaba. Eso me enfadó aún más. Yo estaba destrozada, con el corazón supurando sentimientos encontrados, liada en una entramada tela de araña de la que no era capaz de soltarme... y él se sentía bien por ello...


– No sonrías. No es divertido. Estoy confusa, enfadada, frustrada. Yo, no sé lo que siento. Tanto y nada... yo siento que te quiero a ti, no a él, pero no puedo dejarle así No es justo. Él no se merece que le traicione, y lo hago constantemente, y aún así, soy incapaz de sentirme culpable – las lágrimas me desbordaban.


– Tú... ¿me quieres a mí? – pregunto sorprendido.


Y yo también lo estaba, lo había confesado, de una forma natural, ni siquiera le había dado importancia, y ahora, ahí estaban las palabras que se habían escapado de la prisión donde las encerraba, mi corazón.


Me había delatado a mí misma, como el torpe delincuente que vuelve a la escena de su crimen, a pesar de saber que probablemente puedan descubrirlo.


– Paula – susurró – Paula...


– No, no te acerques Pedro. Yo, necesito espacio, necesito saber qué hacer con mi vida. Debo poner en orden muchas cosas, y sobre todo, tengo que decidir qué hacer contigo y con él.


Me giré sobre mí misma, dispuesta a salir de su despacho, que cada vez se hacía más pequeño, atrapándome.


Él, con su característica felinidad, me agarró fuertemente por la cintura. Traté de zafarme, de deshacerme de su contacto mágico, pero era tarde, sus labios besaban mi cuello, su mano abrazaba mi cintura ajustándome a su cuerpo.


Recordándome, la afinidad que existían entre nosotros. Su mano se enredó en mi larga cola, y tiró de mi cabeza hacia atrás, dejando aún más expuesto mi cuello.


Sentí como la frustración le ganaba, le estorbaba todo lo que había entre nosotros, incluso la piel, los huesos y la carne. Él quería devorar lo más profundo de mi ser, mi alma, y no se había percatado, de que se la había entregado a la orilla del mar.


Sus jadeos y mis gemidos llenaron la pequeña habitación. 


Era incapaz de resistirme a él, a sus caricias ardientes, a
sus besos que hacían que mi cuerpo temblase de arriba a abajo, era incapaz de alejarme de él.


Pero, también, me costaba imaginarme poniendo fin a mi relación con mi marido. Tal vez, ahora, estando a su lado, me sentía con las fuerzas necesarias, pero después, cuando estuviese a solas con Víctor, mirándole a sus ojos oscuros aniñados, sería incapaz de hacerle algo así. Algo que le ocasionase tanto dolor. Al fin y al cabo, yo estaba convencida de que Víctor me engaña, pero él lo negaba y además, no tenía ninguna prueba a la que aferrarme.


Pedro me puso frente a él. Me beso. Un beso largo, apasionado. Su lengua jugaba con la mía, haciéndole promesas mudas del placer que le haría sentir.


Otro beso. Otro más. Jadeos. Dos cuerpos encendidos por una llama inagotable de deseo.


Me sentía tan bien entre sus brazos, tan libre, tan dichosa.


Me aferré con mis manos a su cuello, lo atraje hacia mí, dejándome llevar. Tal vez, esa iba a ser la última vez que lo tuviese.


Le besé con desesperación, y mi hambre le excitó aún más. 


Antes de darme cuenta, me llevaba hacia la mesa de su despacho. Sonreí al ver los papeles volar libres por la habitación, cayendo despacio, tratando de imitar copos nieve. Le mesa la sentía dura en mi espalda, pero no me importaba, con él siempre era así. El poseía el extraño don de transformar el dolor en el placer más puro que nunca había conocido.


Me quitó el pantalón con brusquedad.


Me tenía sobre la mesa, el pantalón bajado hasta mis rodillas, y me miraba con esa sonrisa burlona que tanto me gustaba ver.


La expectación hacia que tuviese la boca seca, el corazón disparado y unas ansias de él, que no se calmarían con un sólo encuentro. Pero debía ponerle fin, antes de acabar más herida.


Él jugó con mis bragas. Me acarició con ellas puestas. 


Sentía sus dedos subir y bajar por mi sexo inflamado por el
deseo y palpitando por su anhelo.


Cada caricia arrancaba de mi boca un gemido, un jadeo de pasión, un lamento por lo que quería destruir. Lo nuestro. Pero debía hacerlo, si no, acabaría consumida en este fuego, siendo una triste sombra de lo que era.


Sus manos no dejaban de regalarme caricias por mi cuerpo, los muslos, las caderas, mi abdomen contraído por el deseo, mis pechos a punto de explotar por la pasión, pidiendo que alguien los liberara del sostén que se había quedado pequeño, tan pequeño...


Abrí la boca para pedirle más, pero no necesitó escuchar la súplica en voz alta, él sabía que mi cuerpo lo llamaba, lo necesitaba. ¿Cómo iba a poder vivir sin esto?


No sería capaz, las lágrimas volvieron a traicionarme y se escaparon de mis ojos, cerrados al no ser capaces de contener tanta pasión.


El me penetró. Sentí como su miembro, largo y endurecido se introducía en mi cuerpo. Cada centímetro de mi piel, agradecía la intrusión. Lo necesitaba tanto... que me dolía el alma al pensar en acabar con la relación No dejaba de preguntarme, cómo iba a darle fin, cuando era lo más auténtico que había sentido nunca.


Sus embestidas no eran dulces, ni amables o cuidadosas. 


Eran salvajes, duras, rápidas, como lo era él. Era placer en estado puro. Y me lo regalaba.


Yo sentí que iba a enloquecer. Notaba como de mi boca se escapaba un chorrito de saliva. Mis manos se aferraron al filo de la mesa, para tratar de contener la pasión que amenazaba con desbordarme.


Abrí los ojos, y me encontré con su mirada oscura. Las tinieblas de la pasión lo tenían atrapado. Me gustaba verle
así, por mí. No renunciaría a él, tendría que decidir cómo iba a ser mi vida, pero no podía dejarle marchar sin más, no en estos momentos, lo necesitaba tanto...


– Fóllame – dije sin pensarlo.


El me miró y sonrió.


– Me encanta que me lo pidas, muñeca.


– Y a mí pedírtelo.


– Me gusta que seas mía


– Sólo tuya – dije entre jadeos ahogados.


Así, unidos por nuestros cuerpos, con sus embestidas fuertes acelerándose, me llevó hasta el abismo, en el que me dejé caer gustosa, sin pensar en las consecuencias.


Estaba sobre la mesa, no habría podido levantarme aunque hubiese un incendio. Estaba agotada. Feliz, y agotada.


Pedro me limpió con cuidado y me subió el pantalón.


– Ya está, lista para trabajar. No se nota nada, lo que has hecho.


– Sí, sí se me nota. Mírame la cara.


El me miró divertido.


– Tienes razón, se te nota, mucho – dijo mientras su mirada se volvía intensa – No me dejes, por favor – susurró serio.


– ¿Cómo lo sabes?


– Pensabas hacerlo, ¿verdad?


– Sí, pero, ¿cómo lo has adivinado?


– Por tu forma de entregarte a mí.


Era cierto, él me conocía demasiado bien.


– No puedo seguir con esto – me defendí.


– Sí, sí que puedes.


– No Pedro. Él no se merece que lo engañe.


– No sabes de lo que él es capaz.


– ¿Y tú sí?


Se quedó en silencio. Muy callado. Agachó la mirada, cómo para ocultarme alguna triste verdad que yo no deseaba ni necesitaba oír


– Nunca se sabe, de lo que son capaces las personas.


– Esta mañana, cuando él ha estado en casa, quería volver.


Me miró perplejo.


– Quiere que le perdone – seguí al verle azorado.


– ¿Quiere volver contigo? ¿A tu casa? – bramó furioso.


– Sí, eso parece.


– ¿Qué le has dicho Paula? – preguntó ahora impaciente, enfadado. Su mirada, ahora, estaba oscurecida por un sentimiento muy diferente, pensé, que ésa era la mirada que dedicaba a los detenidos. Me asusté. Era fría, distante, diferente.


– Que no me toque y se vaya. Gracias a ti.


Él sonrió de nuevo, pero sus ojos seguían despidiendo furia.


– No quiero obligarte a nada Paula, pero me gustaría que no me dejaras. No sé, que haría si lo hicieras.


– Es todo tan complicado.


– No lo compliques, hazlo simple. Estás conmigo. Punto y final.


– Pero estoy casada y tú también


– Ya sabes, que yo seré libre en cuanto tú quieras.


– Es una situación injusta, sobre todo para mí.


– Sólo quiero que tengas claro, que no todo el mundo es lo que parece.


– Supongo que no... – musité sin saber por qué su actitud.


– Has dicho que me quieres.


– Ha sido el momento – traté de excusarme.


– Pues me quedaré con ese momento para siempre.


Sonreí. Siempre decías cosas así, inesperadamente tiernas.


– Paula, ¿estamos juntos?


– Si, Pedro – claudiqué –. Estamos juntos.



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